Las aptitudes deportivas de las mujeres merecen toda clase de comentarios masculinos: yo a una Serena Williams la veo como a una atleta colosal bajo cualquier sentido. De hecho, es la mejor tenista de todos los tiempos en términos absolutos, con 29 títulos de Grand Slam ganados en su carrera, algo que un señor de la categoría del mismísimo Roger Federer no tiene empacho alguno en reconocer.
Ya me ha tocado, sin embargo, escuchar a los machos de turno en su asignado papel de perdonavidas diciendo que el tenis femenino es mucho menos espectacular y vistoso que el que juegan habitualmente los garañones certificados. Y, llegados al tema del futbol, ahí se vuelven todavía más radicales: a las hembras de la especie humana les falta músculo o potencia o rapidez o vaya usted a saber qué otro atributo de aquellos que son tan necesarísimos para llevar al público a los estadios. Así, a las chicas se les paga la centésima parte de lo que ganan los chicos en las canchas y las ligas femeninas de futbol apenas sobreviven en una gran mayoría de países.
Ah, pero ahí está Lyon, ciudad esplendorosa entre todas, donde las futbolistas gozan del total reconocimiento de la afición y del apoyo absoluto de los directivos de un equipo, L’Olympique lyonnais (OL), cuya división femenil ha alcanzado también un record absoluto, a saber, cuatro títulos sucesivos de Champions League (2016, 2017, 2018 y 2019) para un total de seis.
Creo haber escrito, en su momento, un articulo desaforadamente elogioso luego de un golazo anotado por Amandine Henry —jugadora del OL con nueve títulos de campeona de Francia, cinco Copas y tres Champions— que hubiera podido firmar el más bragado de los cracks.
Pues, justamente, el comité organizador del Mundial femenil eligió a Lyon para asegurar que el estadio estuviera repleto en la gran final. Ningún problema, oigan: las entradas se agotaron el pasado 7 de marzo. Vive la France!