Cultura

Historias de taxistas

1. Tomé un taxi del ITESO a Plaza del Sol —en Guadalajara— y el chofer me preguntó si yo era profesor. Sí, y luego empezó a contarme que un día antes lo abordaron tres chicas universitarias, también iban a Plaza del Sol.

Al llegar le dijeron, mientras se bajaban del coche: “Ahora le pagamos”. Cuando se bajó la tercera joven corrieron hacia las tiendas, sin haber pagado los sesenta pesos de la dejada. ¿Usted cree que me iba yo a bajar a perseguirlas? Bonito me hubiera visto corriendo detrás de tres muchachas, me dijo el taxista. Dio la vuelta a la manzana para regresarse. En un alto vio algo en el asiento trasero: era la credencial de una de ellas. La colocó sobre el tablero y siguió. Un poco más adelante una señora le hizo la parada. “Voy a Bugambilias”, le dijo.

A los pocos minutos la señora, que se sentó atrás, le pidió al chofer que le dejara ver la credencial. Le dijo: “Es mi hija...”

“¡No me diga!”, exclamó el chofer. Le contó lo que acababa de pasar. Ahora mismo la llamo y le digo que se vaya a la casa inmediatamente, dijo la señora, enojada.

Al llegar le pidió al chofer que se quedara pues su esposo no tardaría mucho.

Al poco rato apareció el padre y minutos después la estudiante, en otro taxi, al que sí le pagó. Al ver al taxista en compañía de sus padres palideció. “Dice el señor que no le pagaste y que te echaste a correr”, le dijo la madre. La pequeña granuja apenas atinó a responder: “Fue culpa de Mariana, mami”... “Págale al señor”, le exigió el padre, “y te quedas sin dinero y sin permisos de salir durante un mes”. El taxista me contó cómo la estudiante se deshizo en lágrimas y frases entrecortadas de arrepentimiento. “¿Cómo ve, profe?”.

2. Al llegar a la Central de Autobuses de Guadalajara busqué el módulo de los taxis para comprar un boleto. No lo vi y pregunté a un policía dónde estaba. “Ya no hay”, me dijo, “ahora se paga directamente al taxista”.

El chofer me dijo que el módulo y otros puestos habían desaparecido hacía unos meses, pues hubo muchos despidos: los vigilantes del estacionamiento, entre otros, por la crisis. “¿De dónde viene usted?” De San Luis Potosí, le respondí. “¿Cuántos pasajeros venían?” Unos diez, doce, le dije. “¿Ya ve? La gente viaja menos. Esto está muy difícil”.

Después de contarle a qué me dedico me confesó que su vida ha sido muy triste y que le gustaría escribir un libro. Yo aprendí a leer y escribir a los veinticinco años, me dijo. Una vez mi hija de cinco años me preguntó: “Papi, ¿qué dice aquí?, y no supe decirle. Me dio mucha vergüenza...”

Su madre murió cuando él nació y fue adoptado por una tía. Sus hijos lo trataron como un criado, hasta que decidió irse de la casa a los trece años. Trabajó limpiando tráilers y después se convirtió en chofer de uno de ellos. Trabajó muchos años manejando por las carreteras del norte del país y sufrió muchos asaltos, pero ninguno como el que le ocurrió cuando se metió de taxista, en 2014.

“Un hombre de unos cuarenta años, que iba acompañado de un niño de unos diez, me pidió que los llevara a Cojumatlán, al sur del lago de Chapala y ya en el estado de Michoacán”.

Durante el camino los pasajeros se durmieron, y al llegar al pueblo —hacia la una de la mañana— el chofer volteó para preguntarles dónde los dejaba. El señor y el niño se habían puesto una capucha. El hombre le dijo que se metiera por una brecha. Sacó una pistola y le apuntó a la cabeza. Después de un largo rato le pidieron que se detuviera y que se bajara. Le quitaron el dinero, las llaves, la chamarra que tenía puesta. Le preguntaron si tenía “maña” el coche y cuál era, pues si se apagaba regresarían por él para matarlo.

José, así se llama el taxista, los vio alejarse en medio de una noche tan oscura en la que no podía ver ni la palma de sus manos. Caminó sobre la brecha aterido de frío y de miedo. Solamente veía algo cuando relampagueaba. En un momento se vio rodeado de coyotes, unos cinco.

“Los vi gracias a los rayos, y porque les brillaban los ojos. Estaba aterrorizado, y lo único que se me ocurrió fue quitarme la camisa y ondearla mientras les gritaba ¡Órale, cabrones, sáquense, sáquense! Y, sí, se fueron”.

Llegó al pueblo a las seis de la mañana y llamó a la mutualista y al dueño para contarles lo que le había pasado. Fue a la Policía a denunciar y vio el carro... Ahí estaba, rociado de balas, con todos los cristales rotos y las llantas ponchadas. Lo acabamos de traer, le dijo un policía. “Si quiere llevárselo tiene que darnos 25 mil pesos”. “Pero mire cómo lo dejaron”, le respondió José. “Entonces haga la denuncia”. José llamó de nuevo a la mutualista y le dijeron que lo apoyarían con diez mil pesos. Llamó al dueño del coche, él pondría otros cinco mil. El policía dijo que estaba bien. En eso llegaron más policías, eran de la Policía Comunitaria pero no le dijeron de dónde. Le preguntaron qué había sucedido. “Pues diles que se apuren con el dinero y te llevas el taxi”.

“Éste es el carro, profe”, me dijo, “éste en el que venimos, quedó bien después de que lo arreglamos”.

“No deje de escribir ese libro, don José”. Le conté brevemente de una alumna mía que está corrigiendo los relatos de su padre, de cuando vivía en un rancho que se llama San Pablo, en Zacatecas, ahora casi abandonado. Nos dimos un apretón de manos y me bajé. “Cuídese mucho, don José, buenas noches”.

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Rogelio Villarreal
  • Rogelio Villarreal
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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