Vaya agarrón que se dieron la periodista Lourdes Mendoza, la senadora Lilly Téllez y en lo que sea que se haya convertido Jenaro Villamil. Todo comenzó cuando Mendoza se topó en un restaurante con Emilio Lozoya, testigo protegido VIP luego de llegar a México en la primavera de 2020, extraditado desde España, donde fue arrestado por corruptelas relacionadas al caso Odebrecht; el problemita es que se supone que Lozoya está bajo libertad condicional, que en septiembre no se presentó a comparecer ante una demanda por daño moral interpuesta por la misma Mendoza argumentado “arraigo domiciliario”, y que su proceso está más estancado que el lago de Texcoco. Desde su llegada al país, pues, más que enfrentar cualquier remedo de justicia o de apoyar el saneamiento de ese océano de fango que es Pemex, como aseguró el Presidente, Lozoya se ha dedicado, como los chimpancés, a tirarle boñiga a cualquier enemigo real o imaginario de López Obrador en lo que parece una moneda de cambio por su impunidad y su confort. No podemos olvidar que sus declaraciones, con más agujeros que el concreto armado de la Línea 12, son pieza central del linchamiento, perdón, del proceso que la T4 lleva contra Ricardo Anaya.
A diferencia de nuestros atribulados científicos, Lozoya cenaba muy quitado de la pena y con seguridad pagada por nuestros impuestos nada menos que en el Hunan, rumboso restaurante chino de Las Lomas, hecho para paladares colonizantes y muy lejos de las humildes pero sabrosas garnachas que con tanto placer degusta nuestro tlatoani. Ante el descobije, Villamil —cuyo puesto es el de presidente del Sistema Público de Radiodifusión del Estado Mexicano, pero que más bien parece dedicarse a hacer control de daños para sus empleadores— buscó desmentir a Mendoza, alegando, mañosamente, que la gerente del establecimiento declaró no tener conocimiento de que Lozoya hubiera cenado ese día allí, lo cual es muy diferente a afirmar con certeza que no lo hizo, y como si la fecha aminorara el daño; para pesar de la T4, las fotos de Mendoza traen marca de fecha y de hora.
Comparado con el montón de claros ejemplos de corrupción rampante y de impunidad cínica de esta administración y de sus funcionarios —por citar unos cuantos ejemplos, allí están los fajos de billetes de Pío y de Martín; los descuentos forzados a la nómina de la maestra Delfina; el jet privado de José Ramón López Beltrán; las 23 casitas de Bartlett y la abrumadora mayoría de los contratos federales otorgados por asignación directa y a corruptazos probados, como fue el caso del superdelegado en Jalisco, Carlos Lomelí— el hunangate es un detallito insulso. Pero hay algo en los asuntos cotidianos, en las acciones nimias —como lo es ser sorprendido cenando, entre cuates, en un sitio fifí cuando se debía estar sopeando frijolitos con gorgojo en el tambo— que, por cercanos y tangibles, son más mortales que los fríos números de la corrupción abstracta: recordemos que el primer gran golpe a la presidencia de la esperanza, y me refiero a la de Vicente Fox, fueron unas toallas de cuatro mil pesos en la primera plana de este diario.
Por algo dicen que el diablo está en los detalles.
@robertayque