Es bien sabido que cuando un político está impedido de hacer campaña escribe un libro y hace una gira. El tema y la calidad del contenido no importan: desde Cómo ser Feliz desde la Superioridad Moral hasta Lecciones para reducir la Pobreza en Tokyo. El asunto es tener la excusa para aparecer, a lo largo y ancho del país, arriba de un templete desde el cual bailarle al ojo público y perorar logros y virtudes, reales o no.
López Obrador no es la excepción y, como lo anunció en días pasados por medio de un video, lo hará pertrechado tras un tomo donde él aparece en la portada, pero que dice ser sobre los pueblos originarios, de los cuales ha probado con creces que sabe poco e inventa lo demás para cuadrar el círculo de la utopía charra domiciliada en su cabeza desde los años 70. Llama la atención, incluso para un consumado agorero como es el tabasqueño, el tono ominoso del largo mensaje. Sentado en una silla patriarcal, en el pasto, rodeado de animalitos del campo, lanza el libro y de paso se lanza él a la palestra pública advirtiendo que solo hará lo que está haciendo si se cumplen tres condiciones: que “atentaran contra la democracia, como lo hacían antes, los grandes fraudes, los oligarcas y los corruptos”, para “defenderla a ella —a Sheinbaum—, si hay intentos de golpe de Estado, si la acosan” y para “defender la soberanía” de algún enemigo extranjero. Antes digan que no quiere hacerle sombra a nadie.
Entre toda la turbiedad y el surrealismo del performance una cosa es evidente: que López Obrador se percibe a sí mismo como el poder tras el trono, como el protector que desde las sombras cuida de la princesa incapaz de defenderse a ella y a su reino si la tragedia acecha. Como el imprescindible, pues, modelándose en un Antonio López de Santa Anna que regresó a Palacio 11 veces entre los años 1833 y 1855, siempre afirmando que México lo necesitaba para enfrentar una u otra urgencia, y siempre arreglándoselas para dejar al país peor de lo que estaba.
Es muy difícil saber qué intenciones finales alberga este otro López. Lo que es evidente es lo que consigue: minimizar y hacer a un lado la autoridad de Claudia Sheinbaum, marcar agenda y volver a ser el epicentro del universo político. ¿Por qué? Pues a saber: porque ve peligrar la continuidad de su proyecto de poder, porque no le gusta cómo va la regencia y quiere darle un bastonazo de mando a su entenada, por alimentar a un narciso insaciable, por darle un empujón a sus propios leales de cara a 2027 y más allá, por joder o todas las anteriores. Hagan sus apuestas.
Al ser cuestionada sobre el regreso del patriarca, la Presidenta, una maestra en el arte de navegar entre el deslinde y la sumisión de cara a su mentor y caudillo, lo llenó de elogios, pero aseguró que no existe ninguna de las tres condiciones por él citadas para justificar su retorno, rematando con un “somos fuertes” que, además de no abordar la pregunta, más pareció ser un encarecido deseo que una declaración.
Una cosa es segura: el regreso del pejelagarto de las tempestades no augura nada bueno. Para nadie.