Política

Fuera máscaras

Cuando López Obrador ganó la presidencia se presentó como más demócrata que Madero, más republicano que Juárez, más humanista que San Francisco y más incorruptible que Gandhi. La patraña se mantuvo más o menos inamovible en el ánimo popular y, sin duda, en los panegíricos desde la oficialidad, hasta que le llegó a López la hora de cantar las golondrinas.

Está claro que al Presidente le enferma la mera idea de dejar el poder. El dinero le interesa a sus hijos y a sus subordinados, pero no a él; lo que le resulta urticante es la irrelevancia de una remota finca chocolatera, escuchando otro nombre en los labios pagados de quienes antes fueron sus exclusivos corifeos. Por algo desde muy pronto le apostó al control personal de las instituciones y a la revocación de mandato, asegurándose la capacidad de agitar cuando lo necesite esas espadas de Damocles sobre su sucesor: su corcholata designada no iba a ser quien pudiera ganar, ni menos quien tuviera el mejor perfil para el cargo, sino quien fuera más manipulable, más dócil, más impopular y más gris, más incapaz de desobedecer a quien tiene toda la intención de seguir detentando el bastón por el mando. Y así ha sido: López le tiró a su candidata a su sucesor designado en la capital, le impuso a sus futuros coordinadores en las Cámaras, le nombró a sus operadores y le enmienda una y otra vez el discurso sin que ella asome ante las humillaciones ni el más pequeño hipo.

Con todo, López está cada vez más inquieto. Porque lo suyo, lo suyo, no son los hechos, sino los discursos. No la sustancia sino la apariencia. No el gobierno sino las campañas. Y a seis años de dedicarse casi íntegramente a cromar su imagen, en vez de a resolver los problemas que aquejan al país, la realidad comienza a comerse al oropel. Basta recordar que quien despreciaba al estado Mayor asegurando que el pueblo bueno lo protegería siempre, el que se bañaba en selfies en vuelos comerciales, mercados y puestos de fritangas, hoy tiene miedo de mostrar la cara fuera de su Palacio perpetuamente amurallado.

Encima se le atravesó Gálvez, la bestia maldita que encarna todos sus clichés históricos y los voltea de cabeza: indígena, malhablada, carismática, articulada, independiente, exitosa y sin gran cola que le pisen, ha salido inmune ante la andanada de ataques desde el poder, galvanizando al país no alrededor del encono, sino de la esperanza. Sumémosle a esto los recientes reportajes abonando a la capitulación de López ante el crimen organizado, cuando la inseguridad es llaga viva en el ánimo de los mexicanos, y no es difícil entender por qué el Presidente no las trae todas consigo.

Más descoyunturado que nunca, con los rastros de un implacable tutupiche aún en la cara, en apenas una semana describió orondo cómo mangoneaba a su ministro a modo en la Suprema, y justificó el delito de revelar públicamente los datos personales de una reportera afirmando que la autoridad moral y política de su alteza pequeñísima estaba por encima de toda ley. El mejor de los tiranos no podría haberlo dicho mejor.

En eso va quedando el legado del prohombre, y ni siquiera ha comenzado la campaña.


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Roberta Garza
  • Roberta Garza
  • Es psicóloga, fue maestra de Literatura en el Instituto Tecnológico de Monterrey y editora en jefe del grupo Milenio (Milenio Monterrey y Milenio Semanal). Fundó la revista Replicante y ha colaborado con diversos artículos periodísticos en la revista Nexos y Milenio Diario con su columna Artículo mortis
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