Alumnos tomaron las instalaciones del centro y llamaron a una marcha este sábado. Especial
En otoño de 1998 comencé a dar clases en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Ahí encontré mi vocación principal y recibí la mejor educación que las y los alumnos pueden ofrecer a una persona docente.
El CIDE es una institución, entre cuyas misiones, está la enseñanza pública dedicada a formar estudiantes independientemente de su origen geográfico o económico. Una apuesta seria del Estado mexicano, fundada en 1974, cuyo propósito ha sido igualar el acceso al conocimiento.
Durante 20 años tuve alumnas brillantísimas que hoy ruborizan mi ignorancia. Alumnos que luego se volvieron profesores también extraordinarios. Gracias al CIDE recorrí las preguntas principales del derecho y las ciencias políticas, la administración pública, la desigualdad y la discriminación.
También, desde esa institución, me tocó acompañar batallas principales en contra de la corrupción y a favor de la rendición de cuentas y el acceso a la información.
Luego, cuando el periodismo me atrajo hacia su territorio, la vida me llevó a poner un pie fuera de la academia. Entonces, en vez de apartarme, el CIDE me regaló la oportunidad de fundar una maestría en periodismo que ha formado reporteros de investigación cuya obra hizo temblar en más de una ocasión las coordenadas del debate público.
Reconozco que el CIDE es el claustro desde el cual me convertí en la persona que soy, en lo profesional y también éticamente. Por tanto, como otras integrantes de esa comunidad, llevo meses angustiado por el trato rudo, ingrato e injusto que el presidente Andrés Manuel López Obrador viene dispensando a la casa.
Sus argumentos me parecen inexactos y su desconocimiento de la institución es, desde mi punto de vista, casi total.
Me parece evidente que el mandatario quiere destruir al CIDE como quien arranca un matorral y lo arroja al fuego para que se consuma hasta las cenizas.
Con impotencia temo por el fin de una institución cuya historia y aporte, tanto en la investigación académica como en la formación de estudiantes, merecía mejor futuro.
A través de la directora de Conacyt, María Elena Álvarez-Buylla, el Presidente nombró a un individuo con ánimos de Robespierre, José Antonio Romero Tellaeche, quien tiene evidente gusto por la guillotina.
A ellos les dedico estos párrafos antes de que su obra de destrucción llegue a concluirse.
Hoy vale la pena recordar que el CIDE fue fundado por un nutrido grupo de migrantes latinoamericanos que, durante los años 70, escapó de una arbitraria cacería operada por distintos regímenes militares.
Esta es la razón por la que el CIDE coleccionó una lista larga de trabajos críticos respecto de la militarización de la política y también contra el pensamiento inflexible e ideologizado de quienes merecidamente obtuvieron el mote de los chicago boys, aquella burocracia cómplice del rifle y la metralla.
Nadie habría profetizado entonces que, poco más de cuatro décadas después, esta misma institución iba a combatir a los investigadores que continuaron criticando la intromisión militar en tareas civiles y también a quienes defienden la pluralidad ideológica que hasta hace unos meses se vivía en sus aulas y cubículos.
Entre las arbitrariedades recientes destacan las remociones de Alejandro Madrazo Lajous, como director del CIDE-Aguascalientes, y de Catherine Andrews, como secretaria académica.
La forma y los argumentos detrás de estas decisiones tomadas por Romero Tellaeche trascienden a las personas referidas.
Alejandro Madrazo es hoy en México una de las voces que, desde la academia, ha desplegado mayor reflexión contra la militarización de las políticas de seguridad y drogas. Nada en su actuación ha sido oculto. Su voz disidente ha sido incómoda para los gobiernos que sucumbieron ante el poder militar, desde Felipe Calderón hasta la fecha.
A Madrazo no lo removieron por razones sin importancia sino por ejercer libertad de pensamiento y cátedra en una institución que fue creada precisamente para ello.
La siguiente víctima fue Catherine Andrews, quien se negó a suspender la actividad de las comisiones evaluadoras que, dentro del CIDE, son el cuerpo colegiado encargado de garantizar, entre otras cosas, la pluralidad de temas a investigar y aproximaciones para hacerlo.
La experiencia sufrida por estas dos personas afecta los fundamentos de la institución porque es un mensaje incontrovertible sobre el costo que, hacia el futuro, podría pagar cualquier otra integrante de la comunidad si no se somete al nuevo credo.
Cuando Romero Tellaeche por fin concedió una conversación con la comunidad de estudiantes y profesores del CIDE, el recién ratificado director no dudó en precisar que su misión era arrancar cualquier vestigio neoliberal dentro de la institución, a la vez que juzgó con desprecio la agenda de Madrazo calificándola como meros “intereses personales”.
Fue a partir de ese día que comenzó a gestarse un movimiento estudiantil genuino —respaldado por el cuerpo docente, pero de ninguna manera liderado por éste— con el propósito de apartar a la institución del desfiladero.
No estoy de acuerdo en descalificar el trabajo intelectual de cientos de personas acusándolo, desde quién sabe qué criterio arbitrario, de estar lastrado por la ideología neoliberal.
Con ello no niego que dentro de la pluralidad asumida dentro del CIDE haya voces que simpaticen con esa visión, pero como integrante de esa misma comunidad durante 20 años, me consta que es rematadamente falso decir que el CIDE haya sido capilla de esa iglesia.
La izquierda en sus muy distintas versiones ha tenido también un sitio destacado en el trabajo intelectual del CIDE y en modo alguno coincido con la falsa versión que niega tal verdad.
A partir de su propia biografía, los fundadores del CIDE dejaron bien dispuesta a esta institución del Estado mexicano contra la derecha golpista que les expulsó de sus países.
Cabe temer que, así como Madrazo y Andrews fueron noticia temprana sobre lo que iba a suceder con el CIDE, lo que aquí se narra sea a su vez un aviso de lo que podría venir contra el resto de la comunidad universitaria mexicana. El espíritu de Robespierre recorre el país y es bien conocido cómo terminó aquella historia de terror.
Ricardo Raphael
@ricardomraphael