La petición al Rey de España y al Vaticano para que pidan perdón a los pueblos originarios por los crímenes de la Conquista, debería hacernos recapacitar sobre ese otro yo de la identidad nacional que son los indígenas.
Pero en vez de hacer un examen de conciencia a cerca de su situación histórica y actual, preferimos banalizar haciendo mofa y, en el mejor de los casos, discutiendo si procede o no que se pida perdón.
Quizá esto sea por el deseo de ignorar nuestra raíz indígena y la responsabilidad por su situación; o una manera de mentirnos para seguir imaginándonos comprensivos e incluyentes; enemigos del racismo y la discriminación.
Los pueblos originarios son los descendientes de las culturas prehispánicas; cuyas instituciones sociopolíticas y religiosas resultaron del sincretismo producido por el choque entre sus civilizaciones ancestrales y la cultura hispana.
Todos padecieron la tragedia de la Conquista: primero negaron que fueran humanos, luego les reconocieron esta condición, pero los redujeron a la esclavitud y la encomienda.
Antes fueron martirizados y explotados por españoles, criollos y mestizos. Sufrimientos que les causaron un “desgane vital” sin paralelo en la historia. Y ahora son discriminados.
Actualmente, son 12 millones, con más de 60 lenguas. Sobresalen los nahuas, zapotecas, mixtecas, mayas, huicholes y tarahumaras.
Recientemente, estuve en San Juan Chamula y experimenté, aunque brevemente, que ese pueblo vive una Realidad Aparte. Fabricada con el pasado viviente de las épocas precolombina, la Conquista y la colonia: y su indescifrable presente.
La confrontación con ese sicretismo, real y objetivo, que vive en la magia de la atemporalidad, me causó un sentimiento de pérdida y de culpa no expiada.
Y la convicción de que debemos aceptar y comprender esa otra raíz, para crecer individual y colectivamente a partir de nuestra identidad nacional.
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