Las personas que me rodean se han dividido en dos bandos; sí, una polarización. Por un lado hay quienes me dicen que la operación de mi rodilla izquierda es inevitable: te intervienen y en quince días estás trotando; la otra mitad me lo prohíbe: ni se te ocurra, conozco casos en los cuales la recuperación fue imposible.
Todo empezó la mañana en que hice fuerza en las máquinas del gimnasio, un sistema de poleas para hacer peso. Tren superior e inferior. Así se le llama al entrenamiento de la cintura para arriba o para abajo. Evitar la decadencia muchas veces suele traer más deterioro. Primero un tirón. Pasaron los días y todo empeoró. Yo siempre creo que las cosas empeorarán. Al ortopedista.
El médico me infiltró, una inyección directa en la rodilla con un desinflamatorio y un anestésico, o sabe Dios. Mejoré dos días, al tercero desperté cojeando y con dolor. Creo que ya escribí que a la muerte le sería muy fácil encontrarme, pronto cumpliré 68 años. Hace diez esta lesión me haría los mandados, pero en este momento de mi vida me sentí vulnerable, débil. Abrir la puerta de la vejez y entrar a la habitación sombría es extraño.
De regreso al consultorio. De nuevo inyección y ejercicio ligero en la alberca. Gran mejoría, pero al cuarto día el dolor me despertó en la noche. He olvidado mis dolores físicos; los mentales, no. Siguiente paso, resonancia magnética y, desde luego, un humor de perros. Diagnóstico: condromalacia en segundo grado. Si entendí algo, se trata del cartílago desgastado que separa al fémur de la tibia y la rótula.
Me sentí viejo, pero el médico me dijo algo terrible:
—No es la edad. Todos los que hacen deporte al final se lastiman.
Me sentí reconfortado y un minuto después un estúpido. Como el bosque de Macbeth, la intervención quirúrgica se acercaba.
—Hay una última oportunidad antes de intervenir —dijo el ortopedista—: una infiltración de gel hialurónico. Escuché además algo del colágeno.
Compré la sustancia. Carísima. El médico me inyectó con una aguja con la que pudo tejer una chambrita para sus nietos. Salí emocionalmente hecho pedazos. No se burlen. Los primeros días fueron descorazonadores: el dolor aumentó, la cojera empezó a apretarme la cadera. Esto es el principio del fin, pensé sin desesperación.
La impaciencia, mi peor enemiga: destrucción psíquica. A las dos semanas de la aguja de la chambrita desperté sin dolor. Caminé y la cojera había disminuido. No puede ser, pensé. Soy pesimista. Han pasado días y la mejoría se sostiene. ¿Será posible? Voy a rezar.