La semana pasada afirmé que la mañanera, regularmente no deja réditos ciudadanos, pero sí genera algunos efectos: “Impone la agenda nacional, se vuelve la nota de editorialistas, el tema de las mesas de análisis político y, entre otras cosas, renueva la fe de los fieles y recrudece el odio de sus adversarios”, como les llama el Presidente.
La afirmación, más que un engaño, evidentemente era una provocación. Reacciones más, reacciones menos, la cuestión sigue siendo la misma: ¿tiene algún valor la mañanera? Responder dicha cuestión no resulta estéril. Me explico.
Quien siga convencido de la aventura presidencial, dirá que mi afirmación es falsa, porque basta con que alguna mañanera le haya servido, para constatar que sí redituó a la ciudadanía. Y, justamente, aquí está el quid de la cuestión: ¿quiénes se benefician?
Los pros de esta rutina presidencial se resumen en lo siguiente: es un espacio que permite conocer los planes del gobierno, disipar algunas dudas, hablar de lo hecho y lo que está por hacerse, mantener la cercanía con los gobernados, mantener al día el interés por “la cosa pública”. Esto, en sí mismo, es un rédito para la ciudadanía en general.
Sin embargo, los contras son muchos más. Lo que debía ser un espacio para la deliberación pública se convirtió en el megáfono de una permanente propaganda presidencial, el tribunal de los juicios sumarios contra los adversarios de la 4T, el púlpito donde se predica la verdad única que habrá de escribirse en la historia, la pauta indiscutible de la agenda nacional, el fogón donde se cuece la fobia entre “ellos y nosotros”, la catedral del culto al lopezobradorismo, un espacio que, por desgaste, degradó en un show caro, inverosímil y vomitivo para “los adversarios” y, a la vez, aburrido e incomprensible para “el pueblo sabio y bueno”.
¿Podría recuperarse el rumbo? Sin duda. Van cinco pistas dadas por varios amigos: 1) que sea semanal y de 30 minutos; 2) se responda puntualmente a las preguntas de la oposición; 3) sin paleros; 4) sin mentiras; y 5) sin represalias.
Ahora solo falta que el Presidente quiera.
Pablo Ayala Enríquez