El 13 de junio fue la premiere de Luca, la última película de dibujos animados producida por Pixar. La trama narra la historia de un monstruo marino que, hasta su adolescencia, no había asomado la nariz fuera del mar. Luca no tenía la menor duda que el mundo de “las bestias terrestres” era extremadamente peligroso.
El resto de la trama es predecible. Un amigo, que se vuelve su compañero inseparable a lo largo de la historia, le ayuda a salir del fondo del océano permitiéndole conocer las maravillas de un mundo que había construido a punta de tabúes.
Como era de esperar, la historia levantó polvareda en las redes. Por resumirla, la discusión gira alrededor de la calidad fílmica (que si refritearon a La sirenita, que si es la trama de siempre, que si estamos ante el ocaso de Pixar, que si las animaciones, que si esto, que si lo otro) y el mensaje de la película.
Para un bando, el filme es el primer paso que Pixar da para introducir la temática gay en las películas infantiles. Quienes lo ven desde esta perspectiva encuentran detalles finos (como la paleta de colores que ilustró a los protagonistas, la manera en que se tocan, los celos, etcétera) y metáforas explícitas que refieren al universo gay (salir del mar para entrar a un mundo que los rechaza al considerarlos monstruos o la amenaza paterna de enviar a Luca al fondo del océano con uno de sus tíos para que a aquél se le quiten las ganas de salir del mar).
Por el contrario, el otro bando ve una historia inocente de dos amigos adolescentes que se quieren y disfrutan a tope los muchos momentos que vienen de la mano de las aventuras y líos en los que se meten.
Yo paso de la discusión. Lo que sí puedo decir es que vale la pena verla, porque es una bocanada de aire fresco, especialmente para aquellos que creemos que la convivencia es mucho más rica cuando brota de nuestras diferencias.
Pablo Ayala
