Después de un apresurado buen provecho, una querida colega me hizo la pregunta inevitable: “¿Cómo viste lo que pasó? No sé qué sigue. Me robaron la esperanza”.
Treinta minutos después me topé con un joven compañero quien, a quemarropa, me sonsacó con una daga: “¿Qué opinas del resultado de las elecciones?”. Tras fumarse mi larga explicación sobre el peligro de la falta de contrapesos tomó aire y dijo: “Yo me siento optimista”.
Dado el escenario que se avecina, ¿cabe hablar de optimismo o esperanza? ¿Podemos entenderlos de la misma manera?
Hace varios años en este mismo espacio, echando mano del libro Esperanza sin optimismo, de Terry Eagleton, dije que quien se deja embriagar por el optimismo “es más bien alguien con una actitud risueña ante la vida […]. Prevé que las cosas van a resultar de modo favorable porque él es así. Como tal, no se da cuenta de que hay que tener razones para estar feliz”. Pensando en el escenario que traerán consigo las elecciones pasadas, el optimista dirá: “Si con López Obrador nos fue muy bien, con Sheinbaum nos irá mejor”.
Por el contrario, como dije, quien vive una esperanza auténtica finca su deseo en razones que vienen de la mano de una base sólida, fundada en evidencias comprobables que le permiten abrazar y sostener la ilusión de un futuro mejor. En ese sentido, la esperanza se eleva por encima del optimismo simplón que sostiene quien piensa que, tarde o temprano, las cosas buenas sucederán o las malas dejarán de suceder.
Enemiga del utopismo vano y el desaliento, la esperanza se levanta como esa virtud que nunca da por sentado –como lo hace el optimismo– que las cosas van a salir bien por obra del Espíritu Santo. Su estrategia es allegarse de los datos fiables del presente, para descubrir entre sus grietas y rendijas la cara amable del futuro.
Entonces, ¿qué cabe esperar? Aunque suena fatal, lo más cuerdo es “abrazar la desesperanza”, lo cual equivale a suprimir las expectativas que teníamos del pasado, dejar tales deseos en suspenso para concentrarnos en lo nuevo y dejar que lo bueno llegue.
Si encaramos el nuevo escenario político con este talante “no habrá frustración posible”, simplemente porque el futuro no tiene mucho bueno que ofrecer. Llegó el tiempo donde poco o nada cabe esperar.
De las causas que nos trajeron aquí hablaré en mi próxima entrega.