A principios de la semana pasada, todavía tuve reuniones presenciales de trabajo, saludé de mano y de beso, comí en un restaurante. Mi mujer —es psicoanalista— recibía pacientes, e insistía de manera obstinada —es diabética— en hacer el súper en vez de pedirlo por teléfono. Mi madre se reunía con sus colaboradores a grabar su videoblog, mi amigo que trabaja desde casa perseveraba en sus paseos cotidianos, mi amiga soltera salía de date, mi cliente convocaba juntas en su oficina. No más. Hace días que todos, y muchos más, estamos confinados: tenemos juntas —y la amiga soltera dates: triunfo del eros electrónico— vía Zoom, pedimos suministros por internet, relevamos la bicicleta fija de su habitual estatuto de perchero, leemos mucho, asumimos la responsabilidad cívica de evitar oportunidades de contagio.
No que esté prohibido salir. Hasta un muy tardío ayer, los cines permanecían abiertos y todavía hay restaurantes —lo advertí cuando caminé dos cuadras a recoger la última entrega de tintorería en mucho tiempo— que cometen la imprudencia no sólo de conservar mesas habilitadas sino de disponerlas en la banqueta. El viernes pasado la jefa de Gobierno de la Ciudad de México hizo una tímida recomendación a “quedarse en casa a menos que sea necesario salir” que precisaría una definición de qué resulta “necesario” en estos tiempos. (Ayer, al fin, ordenó el cierre de algunos establecimientos, pero es poco e, insisto, es tarde.) Cuando menos uno de sus habitantes no la acatará: el Presidente de la República salió el fin de semana de gira, acaso para comunicar que no pasa nada, justo como lo hacían al principio de su propia epidemia los políticos de una Italia que ayer sumó 651 muertes en un día.
Regreso a esas mesas en la banqueta y advierto un detalle no menor: estaban vacías. No hay una estrategia pública federal para lidiar con el virus. Por fortuna —en las noticias de otros países, en las redes sociales— circula otro virus: el de la cautela y la responsabilidad. Una mayoría de los mexicanos nos quedamos en casa. Demostramos que, cuando no hay quien gobierne el país, nos las arreglamos para gobernar nuestros peores impulsos.