Incluimos a la normalización dentro de las recurrencias en nuestro lenguaje y la añadimos a un catálogo de conceptos junto al populismo, la relativización o la demagogia. Hemos tardado en pensarla como consecuencia de los anteriores. La normalización de lo disfuncional es la cumbre del deterioro político. A pesar de sus saldos, dimensiones y frecuencia, fallamos en discutirla como fenómeno en los términos de la polarización.
Hay normalización social e institucional. Ambas dependen de la permisividad grupal a la indiferencia.
En México normalizamos la violencia, las desapariciones, los feminicidios, las marchas triunfales del crimen organizado y su control territorial, la opacidad amparada en una supuesta transformación, los militares empresarios, el maltrato a migrantes y su muerte.
La normalización como fenómeno crece con la necesidad de inmunidad, forma de autoprotección social ante lo detestable que fomenta la pérdida del escándalo. Insumo de irresponsables al procurar la normalización como forma de gobierno.
China normaliza sus vínculos con la dictadura Assad. Nuestro país lo hace con las latinoamericanas. Se normalizan relaciones entre algunos países árabes e Israel, donde a su vez se tiene normalizada la condición de la población palestina.
Normalizamos la guerra civil siria y seguimos con la invasión rusa a Ucrania. El mundo renormalizó los discursos identitarios, xenófobos, racistas. Estados Unidos normalizó a Trump y sus continuidades.
Estas normalizaciones son antípodas del pensamiento democrático; el perfecto opuesto de un sistema donde las posibilidades de alternancia en el poder funcionan como anticuerpo contra el estancamiento que asegura lo normalizado.
Nos encontramos sumergidos en normalizaciones que exhiben la naturaleza o asimilación del comportamiento autoritario. Implican la aceptación de la permanencia. Por eso les sirven a gobiernos poco democráticos en sociedades dejando de serlo.
La democracia permite la voz del individuo en el conjunto. La normalización anula al individuo, sus preocupaciones e indignaciones. Diluyen lo negativo hasta suscribir a la irrelevancia cada efecto trágico de la mentira, los insultos y la palabrería.