A mi parecer son tres los elementos para que una pelea de box pase a la historia y al gusto general del público: dramatismo, acción y espectáculo. Sin importar el orden y sin que ninguna de esas categorías sea más o menos importante que las otras dos, creo que, para los espectadores, un show compuesto por la triada que menciono es verdaderamente valioso. Podríamos agregar un cuarto elemento, la justicia, pero es un concepto tan volátil, subjetivo e inesperado actualmente en el box y en la vida que quizás estaría cayendo en un ideal que hace tiempo no se cumple a cabalidad.
Como todos sabemos, hace una semana se disputó el campeonato de peso mediano de la AMB, el CMB y la OIB entre Saúl Canelo Álvarez y Gennady Golovkin, GGG, batalla que ante la vista de los jueces fue para el mexicano, concediéndole los títulos de las organizaciones mencionadas, mismos que hasta el pasado 15 de septiembre ostentaba el de Kazajistán. Las tarjetas oficiales marcaron 115-113 para Canelo y se armó el pandemónium en las redes sociales y las opiniones ligeras en las calles y negocios que duró no más allá del lunes siguiente. Pero ¿por qué si la batalla había sido tan esperada, la gente metía apuestas y los bares se llenaron el sábado pasado para ver la pelea, no trascendió como lo han hecho las peleas de los ídolos de otras décadas? Precisamente: el equilibrio entre el dramatismo, la acción y el espectáculo fue pobre, por no decir nulo.
En resumen, el primer round fue el resultado de un buen intercambio de golpes que sin embargo dio más peso en la balanza del lado de Golovkin, viendo no obstante a un Canelo bien parado, con fuerte pegada y buen movimiento de cintura que le valió la defensa ante los ataques tempranos del hasta entonces campeón mediano. Desde mi punto de vista, el segundo asalto, antípoda del tercero, fue uno de los mejores de todo el combate. En él pudimos ver la rapidez y un buen catálogo de combinaciones de parte de un Álvarez que no dejó acercarse a GGG, quien recibió gran parte de los puñetazos expuestos en el ring. Después de ese episodio, tanto uno como otro se vieron envueltos en un vaivén de tarjetas a favor y en contra que nada tuvieron que ver ni con la acción —ambos dejaron muchos espacios en blanco por su inactividad—, ni con el dramatismo —pues quienes veíamos la pelea tras una pantalla bien podíamos ir por otra cerveza sin presión ni culpa—, ni con el espectáculo que detiene el tráfico y las labores de una ciudad. Las emociones volvieron a surgir luego de la novena vuelta, pero era demasiado tarde como para que la pelea se quedara en la mente de aquellos que la vimos y esperamos mucho más de sus protagonistas.
La segunda batalla pactada como desempate de la primera fue apenas un ensayo, un entrenamiento de sombra ante mis ojos. Si me preguntan, en definitiva, me quedo con el primer encuentro, pues el empate supo más a gloria y arrebato del triunfo a un Saúl Álvarez que fue superior entonces. Este nuevo combate, a diferencia de lo que yo mismo creí antes, no reivindica la posición ni la imagen de Álvarez bajo los reflectores y una gran parte del público que ya no aplaude sus hazañas. Canelo tuvo la oportunidad de demostrar de lo que estaba hecho y no lo hizo, se fue con una victoria que sabe más a compasión y dinero que a compromiso consigo mismo; más a esnobismo que a aceptación de sus propios límites. Su desempeño fue bueno, no me niego a aceptarlo, pero yo no lo vi ganar y para él y para nosotros, todo sigue igual. La pelea del pasado 15 de septiembre fue, más que el poema que todos queríamos leer, el borrador de una frase que nunca se pudo concretar.
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Ni para bien ni para mal
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Martín Eduardo Martínez
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