En las entrañas de Teuchitlán, Jalisco, la realidad ha superado cualquier pesadilla imaginable. El Rancho Izaguirre, un lugar que debería ser solo un punto en el mapa, se ha convertido en un símbolo de la barbarie humana y de la negligencia institucional.
Este “campo de exterminio”, operado presuntamente por el Cártel Jalisco Nueva Generación, no es solo un recordatorio de la crueldad del crimen organizado, sino también de la complicidad silenciosa de quienes debieron actuar y no lo hicieron.
El verdadero infierno no es un concepto metafísico; está aquí, en la Tierra, y lo construyen la omisión, la indolencia y la incapacidad de nuestras autoridades.
El colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco destapó esta cloaca de horror el 5 de marzo de 2025, tras recibir información de un sobreviviente. Encontraron fosas clandestinas, hornos crematorios, restos óseos calcinados y más de 400 objetos personales, evidencia de un lugar donde se reclutaba, entrenaba y asesinaba a personas de manera sistemática.
Pero lo más indignante no es solo la existencia de este sitio, sino que las autoridades ya lo sabían. Desde septiembre de 2024, tras un enfrentamiento entre presuntos criminales y la Guardia Nacional, el Rancho Izaguirre estaba en el radar oficial.
Las autoridades estatales y federales acudieron, “investigaron” y, sorprendentemente, no encontraron nada. ¿Cómo es posible que un lugar descrito como un centro de reclutamiento forzado y exterminio, con hornos y fosas a la vista, pasara desapercibido para quienes tienen la obligación de protegernos?
Esta omisión no es un error aislado, sino un patrón de negligencia que se repite en todo el país. Las autoridades de los tres niveles de gobierno —municipal, estatal y federal— han fallado estrepitosamente.
No se trata solo de incapacidad, sino de una falta de voluntad política para enfrentar la magnitud del problema. El gobernador Pablo Lemus ha declarado que “en Jalisco nadie se lava las manos”, pero sus palabras suenan vacías cuando la evidencia apunta a años de inacción.
Si este lugar operaba desde al menos 2012, como han señalado las buscadoras, ¿dónde estaba la Fiscalía de Jalisco? ¿Dónde estaba la Guardia Nacional, el Ejército, el Centro Nacional de Inteligencia? La respuesta parece ser: mirando hacia otro lado.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha insistido en que primero se investigará antes de asignar culpas, pero esta postura evade la urgencia de reconocer la responsabilidad sistémica.
No se trata solo de deslindar responsabilidades individuales, sino de admitir que el Estado mexicano, en su conjunto, ha sido incapaz de frenar la violencia y las desapariciones.
La intervención tardía de la Fiscalía General de la República, que ahora atrae el caso, no borra el hecho de que las familias buscadoras, no las instituciones, fueron quienes visibilizaron esta atrocidad.
Mientras el gobierno federal y estatal se enfrascan en declaraciones y reuniones, las madres y esposas de los desaparecidos arriesgan sus vidas para encontrar justicia, memoria y paz.
El caso de Teuchitlán no es un evento aislado, sino un reflejo de un país donde los “campos de exterminio” se multiplican, desde Tamaulipas hasta Guerrero. El verdadero infierno no está en un más allá; está en las fosas clandestinas, en los hornos que calcinan cuerpos, en la indiferencia de quienes juraron protegernos.
Es hora de que las autoridades asuman su responsabilidad, no con palabras huecas, sino con acciones concretas. Porque mientras el infierno siga siendo terrenal, ninguna promesa de justicia será suficiente.