Que la política sea el arte de la guerra por otros medios, es verdad sabida y no solo epígrafe para un discurso erudito.
El pasado 13 de mayo, precisamente el día que se cumplían 35 años del atentado que casi le costó la vida al Papa Juan Pablo II, se anunció en Brasilia la decisión del Senado de Brasil de suspender del cargo por 180 días a la presidenta Dilma Rousseff, en las vísperas, como están, de la celebración de los Juegos Olímpicos que se llevarán a cabo entre el 5 de agosto y el 18 de septiembre.
Después de meses de incómodas e infructuosas negociaciones con sus detractores en el congreso, envuelta en una red de calumnias y difamaciones formuladas por sus adversarios políticos, la mandataria brasileira ha sido obligada a dejar temporalmente el cargo debido a supuestos manejos fraudulentos de los dineros públicos.
Con voz entrecortada por la emoción del coraje y la humillación, la presidenta Russeff ha dicho que se le acusa de haber utilizado los remanentes de diversas partidas del presupuesto público para fines distintos. Ella ha explicado, a lo largo de meses de crisis política, que, en efecto, dispuso de los remanentes para terminar de financiar las grandes obras de infraestructura que requiere el país para albergar los próximos Juegos Olímpicos. Una y otra vez ha insistido en que ni un centavo de esos dineros lo podrán encontrar en sus cuentas personales porque no cometió peculado, quizá un posible error de desesperación que la llevó a disponer de esos sobrantes del presupuesto sin pasar por el lento trámite de consultar y convencer al congreso.
Dilma Russeff —de 68 años— es una experimentada y carismática política de izquierda, muy querida por los brasileiros por su lucha social contra la dictadura militar durante la década de los años 70; además, cuenta con el apoyo incondicional de su predecesor, amigo y maestro, el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva. Sin lugar a dudas en los próximos meses intentarán, entre ambos, reposicionar a Dilma y mostrar al pueblo de Brasil la trampa política que le prepararon sus adversarios. Al dejar el palacio de gobierno, Dilma, acompañada de Lula, entre lágrimas dijo: en mi juventud sufrí el dolor de la tortura, ahora sufro una vez más el dolor inefable de la injusticia, soy víctima de una farsa jurídica y política. Ahora miro para atrás y veo todo lo que hicimos. Miro para adelante y veo todo lo que debemos hacer. Y lo más importante, miro hacia mí misma y veo a alguien con fuerza para defender sus derechos.