Quizás uno de los ejemplos más notables de coherencia y honradez en el desempeño de cargos públicos se encuentre en el presidente de México Juan Álvarez Hurtado (1790-1867). En 1855, en medio de las luchas de Independencia fue electo por méritos propios para ocupar el cargo de mayor responsabilidad en el ejercicio del servicio público, al derrocar al dictador Antonio López de Santa Anna.
Juan Álvarez no ocultaba su origen campesino y su amor por el trabajo con la tierra y los animales del campo; la lucha de independencia lo arrastró porque era sensible a la enorme injusticia que suponía la concentración de la riqueza en unos cuantos frente a la miseria de la mayoría. Al asumir la responsabilidad de guiar el destino de un país tan extenso y complejo como México, comprendió que en realidad no poseía ni las cualidades ni la fuerza física, porque los años de milicia habían debilitado y mermado su salud, de manera que en un acto de honradez intelectual se reconoció como ajeno a la vida urbana y a las exigencias políticas del cargo que había asumido, entonces decidió entregar el poder a Ignacio Comonfort y regresar a su rancho en Guerrero, donde terminó su vida.
En los libros de historia que recogen su biografía se afirma que al salir de la Ciudad de México dijo: Pobre entré a la Presidencia y pobre salgo de ella, pero con la satisfacción que no pesa sobre mí la censura pública, porque me he dedicado, desde mi más tierna edad, al trabajo personal, sé manejar el arado para sostener a mi familia, sin necesidad de los puestos públicos donde otros se enriquecen con ultraje de la orfandad y la miseria.
En agosto de 2017 se cumplen 150 años de la muerte de este mexicano ejemplar, honesto y coherente que supo servir a su país con un alto sentido de entrega y compromiso y que no se enriqueció ni se llenó de frivolidad y soberbia al haber sido electo para los más altos cargos del servicio público. Ésta es una lección de vida y de historia patria que debiera ser conocida y asumida por los políticos actuales.