En 1972 se publicó Para leer al Pato Donald, de Ariel Dorfman y Armand Mattelart. Para algunos jovenzuelos como yo el libro fue tal revelación como si a los creídos en extraterrestres les hubieran dicho: ¿ah, pensabas que las lentejas eran leguminosas? Pues no: son ovnis a escala. Según los autores el Pato Donald era un producto colonialista para lavarles el cerebro a las masas y a los niños. Recuerdo una de aquellas lentejas: ¿por qué en el Pato Donald no hay hijos, nomás sobrinos? Explicación: que no haya padres, que no haya origen; que se oculte así de dónde viene la acumulación primitiva de capital, la explotación del trabajo obrero.
50 años después tengo dos registros que pudieran encabezarse: Para releer al Pato Donald. Uno viene en Marc Eliot: Walt Disney. Hollywood’s Dark Prince (Harper Collins, 1993). Disney miraba a Micky Mouse y al Pato Donald no como simples caricaturas; ambos proyectaban su personalidad dividida. Mickey como el super ego: humilde, casto, cerebral, asexual, siempre en control, adorado universalmente; Donald como el ello: más oscuro, volátil, emocional, sexual, siempre fuera de control, no tan popular y enojado por no serlo. Curioso que Dorfman y Mattelart denunciaran a Donald como “asexuado”. Su aparición en Los tres caballeros fue un escándalo por sus acciones lúbricas: los niños no debían verla.
El otro registro viene en Efraín Huerta: Palabra frente al cielo. Ensayos periodísticos (1936-1940) (UNAM, 2015). En los cortos del Pato Pascual hay de todo, dice Huerta, empezando por una “rebeldía contra todos los regímenes habidos y por haber… sublevación eterna contra el orden ‘sabiamente’ establecido por los poderosos”. Huerta lo llama “maravilloso gruñón, grumete tortuoso, Robinsón genial y marrullero”. Curioso que Dorfman y Mattelart denunciaran a Donald como parte de la maldad de los explotadores; Huerta lo da incluso como perteneciente al otro espectro de la lucha de clases: “ese” le dice, “proletario de la cinematografía animada”.
Luis Miguel Aguilar