
Quizás solo sea mi percepción, pero parece que el desperdicio de alimentos en México está ganando cada vez más atención. Obviamente eso me alegra: es una crisis que no solo afecta al medio ambiente, sino que también tiene implicaciones sociales y económicas fuertes y que además afecta a las comunidades, por lo que se convierte en un problema que compete a la humanidad en general.
Desde un punto de vista ambiental, el desperdicio implica el uso innecesario de recursos como agua y energía, además de generar emisiones de gases de efecto invernadero que agravan el cambio climático. En cuanto a lo social y económico, el círculo se vuelve vicioso: los más pobres no solo pierden acceso a los alimentos valiosos que se tiran, sino que el desperdicio provoca que los precios sean artificialmente más altos de lo que deben ser, reduciendo aún más la capacidad de millones de mexicanos y su acceso a una alimentación adecuada.
Es algo absurdo —tonto realmente— y requiere acción inmediata y decidida. Aquí es donde entra en juego la Ley General de Alimentación Adecuada y Sostenible, una ley federal votada en abril de este año y que considero es un paso en la dirección correcta, al enfocarse en la reducción del desperdicio y la redistribución de excedentes, entre otros temas. Se trata de un gran primer paso y me alegra que desde el gobierno se esté finalmente tomando en serio este tema, ya era tiempo. Pero es solo eso, un paso, por sí mismo no será suficiente para lograr un cambio sustancial. Obviamente, regular a escala estatal tiene que venir primero, pero para lograr un cambio profundo y duradero, estas medidas deberán ir acompañadas de una regulación coherente y adecuada en cada estado, que fomente y facilite una implementación efectiva. No es secreto que dicho proceso se ha atrasado, en parte, por la transición política y las presiones de ciertos grupos de interés. Esperemos que estos obstáculos se superen pronto.
Más allá de la legislación, será crucial que los estados no solo promulguen regulaciones claras, sino que también se comprometan a proporcionar los recursos necesarios para financiar cualquier inversión que exijan, para no quedar atrapados en burocracia. Por ejemplo, no es suficiente exigir la creación de infraestructura adecuada para el almacenamiento, transporte o distribución de los alimentos excedentes, se debe también ofrecer apoyos para hacerlo realidad.
En Francia —hablando de un país que conozco bien—, la deducción fiscal de 60 por ciento del valor de los alimentos donados fue clave para compensar las inversiones necesarias en infraestructura y reducir pérdidas, como exige la ley. En México, imponer cierta inversión sin ofrecer herramientas y medidas para compensar estos costos no puede ser una estrategia viable si queremos que la ley vaya del papel a la realidad.
Al mismo tiempo, el marco regulatorio, lamentablemente, deberá incluir mecanismos de monitoreo y sanciones efectivas para asegurar su cumplimiento. En Francia, por ejemplo, la ley de 2016 no solo proporciona incentivos fiscales, sino también multas de hasta 0.1 por ciento de la facturación anual para los supermercados que no donan sus excedentes. Esta combinación de incentivos y castigos ha permitido un cumplimiento casi total de la normativa. En mi opinión, este tipo de políticas son clave para generar el impacto positivo que se espera para todos.
Concientizar sobre el problema es fundamental en esta lucha. Las campañas de sensibilización, idealmente organizadas en colaboración entre los sectores público y privado, pueden reducir el temor de los negocios de alimentos al respecto de que vender o donar productos fuera de su consumo preferente puede afectar negativamente su imagen de marca. Este es un miedo con el que debo lidiar a diario en mi trabajo con la industria alimentaria y restaurantera. Este tipo de acciones educativas permiten, al mismo tiempo, que los consumidores comprendan que un alimento cercano a su caducidad no es basura y sigue siendo seguro.
En Dinamarca, iniciativas como WeFood, un supermercado que vende solo productos cercanos a su fecha de vencimiento, han sido reveladoras, demostrando que es posible cambiar la percepción pública sobre estos alimentos y generar una demanda saludable para su consumo. En Francia, campañas educativas sobre la seguridad de los alimentos próximos a vencer desestigmatizaron su consumo, animando a las empresas que participaban activamente en la lucha contra el desperdicio alimentario, lo que motivó a otras a sumarse. Lograr que la lucha contra el desperdicio se vea como algo positivo para la marca fomenta un cambio de mentalidad indispensable para generar el impacto necesario en la sociedad y en la industria.
En mi experiencia he visto que cuando el consumidor comprende el impacto de sus decisiones, sus hábitos se transforman, aunque lentamente. En Francia esto fue clave: cuando los consumidores comenzaron a ver el desperdicio como un fracaso colectivo –y el rescate de alimentos como una responsabilidad compartida– la industria respondió con creatividad y compromiso. Creo que México tiene la oportunidad de liderar una transformación similar en América Latina.
En general, la Ley General de Alimentación Adecuada y Sostenible marca el inicio de un cambio importante para México, pero su éxito dependerá de cómo se implemente. Sin inversiones específicas en infraestructura, incentivos claros para los comercios, un sistema de monitoreo eficaz y mucha sensibilización pública constante dirigida al consumidor, corremos el riesgo de que esta ley se quede en papel. Los gobiernos deberán imponer reglas y proporcionar herramientas para cumplirla, además de trabajar de la mano con el sector privado, aprovechando algunos ejemplos de modelos exitosos en otros países para transformar el sistema alimentario de México al reducir el impacto ambiental y social del desperdicio.
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