Debo desplazarme cortas temporadas del Sur hacia el Centro Norte, decía Vasconcelos que ahí comienza la carne asada, signo de una tierra árida pero de excelentes artistas plásticos, poetas y ensayistas. La trayectoria cultural y un corte en la historia lo reafirman o lo contradicen.
Alguna vez tuve la oportunidad de entrevistar al fotógrafo Pedro Valtierra y al pintor Jesús Reyes Cordero (el joven, lo llamó Raquel Tibol), en una ciudad pequeña y firme planeada y construida sobre un suelo mineral. Me dijeron algo en lo que coincidían sin haberse puesto de acuerdo: “es el azul del cielo y su profundidad lo que produce este arte”, una franja del territorio nacional tan misteriosa como la Zona del Silencio o el Triángulo de las Bermudas. Entonces comprendo e interpreto también, por ejemplo, los lienzos de Francisco Goitia o de los hermanos Coronel.
Me heredaron un viejo Chevy que mandé a mantenimiento para inscribirlo en la carrera panamericana. Nunca he adquirido un auto porque prefiero invertir en mi salud: encontré una terapia de rehabilitación haciendo ejercicio en un refugio confiable, un lujoso club privado aunque a veces por igual hago largas caminatas alrededor de un parque cercano. No me atrevo a realizar viajes largos en ese auto.
Hace días anoté en mi bitácora un recorrido que me permitiera llegar sin contratiempos sobre el asfalto de modernas autopistas al destino programado. No fue posible porque hay focos rojos que se ocultan como esas trampas de dientes metálicos a donde caen las más briosas panteras.
A veces sí resiento la prohibición médica de treparme a los aviones como lo acostumbraba. Me atrevo, sin remedio, a tomar autobuses pero ahora realizan rodeos increíbles y hacen escalas de más de media hora en centrales que dan lástima.
Raro: no existen corridas directas. El motivo se explica porque las líneas deben proteger a los usuarios de los peligros que pueden aparecer en cada curva como en la crónica de García Márquez: “Fantasmas de carreteras”.
Sucede lo impredecible (o puede suceder) a cualquier hora. A lo malo, lo bueno: qué mejor que el protocolo lo calcule uno para llegar cuando la luminosidad exhorte al arte y se deje a un lado tanta violencia acechando en cada tramo. Trabajo itinerante, no me mortifica para nada, estoy habituado.
¿Hasta cuándo todo esto? Nadie lo puede saber: allá que lo digan ellos, los gratuitos violentos, “los normales”.
Juan Gerardo Sampedro