Escuché el color azul por culpa de un equipo que lo llevaba de apellido, entonces, pude verlo por primera vez. Después, descubrí que ahí jugaba un súper héroe quien, además, era amigo de mi padre: el Cruz Azul se volvió el primer equipo de mi infancia por el color de su uniforme y la estampa de su guardameta. La primera elección de un niño no es definitiva porque se trata de una decisión guiada por experiencias visuales, didácticas y cognitivas, sin involucrar emociones como la angustia, la alegría, la tristeza, el dolor, el miedo o la euforia que, con el tiempo, serán determinantes en la elección de un equipo. Por lo general esto sucede a partir de los 6 años. Edad en la que un niño es capaz de distinguir las emociones y razonar en base a ellas: qué siento y qué pienso sobre determinado equipo. En mi caso, con 4 años, mamá me preguntaba cuál era mi color favorito y yo respondía: azul; después, preguntaba qué quería ser de grande y respondía: Superman. Mi primera elección de niño fue sencilla, elegí equipo por la referencia del pantone y la existencia de un hombre que podía volar. El Cruz Azul de Miguel Marín tenía dos de mis cosas favoritas: un cómic y un color. Crecí, y entre lágrimas y risas, cambié de equipo hasta formarme una afición con la cual sufrir y disfrutar. Pero el Azul tiene un sitio muy cariñoso en mi vida porque fue mi primer contacto con el futbol mexicano. De alguna manera, Miguel Marín y la Máquina Celeste de Cruz Azul son mis parientes lejanos. Durante estos años, acompañé con respeto y solidaridad a todos esos primos, amigos y niños de mi generación, que eligieron a Cruz Azul como el equipo de sus vidas. Pocas aficiones superaron una prueba tan difícil como la suya en las últimas décadas. Heredar una pasión a tres generaciones de jóvenes en las desesperantes condiciones que se encontraban, es, ante todo, un esfuerzo familiar. La definición de grandeza pasa por interminables discusiones que intentan etiquetar esta dimensión desde todo tipo de ángulos: el deportivo, el histórico o el económico. Pero nadie define la grandeza de un equipo a partir de todas esas cosas que se aprenden y se quedan en casa: es el milagro del futbol por consanguinidad.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo