Hace treinta años el futbol colombiano encontró un estilo que alcanzó niveles de culto: era una selección bien hablada, leída y expresiva que cultivó el buen gusto. Como sucede con las grandes obras, la Selección Colombia de los noventas se volvió un equipo de colección y después desapareció.
Pero de aquel cuadro con porteros locos, defensas audaces, mediocampistas poetas y delanteros fugaces quedaron las escrituras de una corriente que acuñó un sello muy distinto al resto de sudamericanos a través de una generación de futbolistas que interpretó el juego con una personalidad tan exuberante, como reflexiva: Higuita, Valderrama, Rincón, Álvarez, Valencia o Asprilla fueron futbolistas de enorme sentido práctico y estético; nunca hacían un gol feo.
Al autor, Francisco Maturana, la historia le concede una magnífica escena del juego en “zona”: campo grande al atacar y pequeño al defender. Su sistema desplegaba un número de jugadores destacados en un espacio de terreno definido durante un periodo de tiempo determinado. Teorías más o menos, Colombia encontró en aquella época un código binario compatible con su código genético: presión para defender, velocidad para crear, espacio para atacar.
No sólo tenía un estilo, lo dominaba; y con ese estilo ganó Copa Libertadores, Copa América, humilló a Argentina y exportó futbolistas por todo el mundo fundando una institución: la escuela colombiana. Hoy Colombia continúa esa doctrina con otra selección que el buen olfato del público reconoce de inmediato.
En algún momento México también tuvo aromas propios en su fútbol. Los equipos de Menotti, Mejía Barón, Campos, Suárez, Ambriz, Galindo, Ramón Ramírez, Aspe y Zague aún no se han olvidado. El gran reto de la selección nacional no es el Mundial del 2026, sino encontrar durante este camino una generación de jugadores que conserve el único estilo célebre que conocemos: el Gran Reserva ‘93.