Bolivia atraviesa la situación más compleja de su historia moderna. Vive, desde hace semanas, la disputa del poder entre quienes han sido echados del gobierno pero no de las calles, y quienes pensando que tomando el gobierno, con facilidad, mediante las balas, ganarían las calles.
Esto último no ha podido ser porque el Movimiento al Socialismo (MAS) apuesta por recuperar el gobierno desde las calles y la resistencia. Mediante turnos que cubren las 24 horas del día impiden el paso de vehículos, personas y mercancías desde las distintas arterias de El Alto, hacia La Paz.
El Alto es la ciudad que creció con la ciudad, cuando las montañas de La Paz le cerraron el paso a su desarrollo, encontró en lo alto ese camino hacia dónde extenderse, creando ahí una población que hoy día es más grande que la propia capital.
Ahí están el aeropuerto y los suburbios de quienes bajan a trabajar en los servicios; alberga las fábricas, bodegas y plantas de almacenamiento como la de Senkata, en donde decenas de pipas llevan descansando varios días sin poder rodar hacia La Paz con el combustible que después de haber escaseado, ya no hay en los motores paceños.
Para los productos perecederos tampoco hay paso entre las barricadas compuestas por piedras, palos, alambres y fogatas, fielmente cuidadas por vecinos alteños que lloran el exilio de Evo y están dispuestos a dejar sus vidas, como sucede a diario, antes de volver a ser los subordinados de los de siempre.
Mientras, desde el Palacio Quemado despacha una presidenta de dicho y de facto, con un gabinete integrado por personajes sin nombre o con alguno bajo sospecha, o de plano, tristemente célebres.
Como el ministro de gobierno, Arturo Murillo, quien por sus declaraciones pendencieras y diarias amenazas a quienes ahora son opositores, parece más un sádico rencoroso que un gobernante obligado a sacar adelante la gobernabilidad de un país en llamas.
Así también juega, a la venganza, la ministra de Relaciones Exteriores, Karen Longaric, quien expone la peor cara de su país al mundo manteniendo como rehenes del régimen usurpador a veinte bolivianos asilados y hacinados en la embajada mexicana sin el salvoconducto que les permita abandonar Bolivia. Y todo, por la impotencia de no haber podido “cazar” al ex mandatario, y que éste tenga, en nuestro país, el refugio que le niegan a quienes no tuvieron oportunidad de salir.
La apuesta de ambas partes en conflicto sigue las líneas de la resistencia: por un lado, que busca hacer caer a un gobierno, que diario, en los cabildos (asambleas públicas), desconoce y al que no reconocerá ni como interlocutor en busca de algún acuerdo general; y por el otro, un gobierno que pensó que solo por tomar las llaves del palacio y ejecutar órdenes de represión soportadas en decretos que dan derecho para matar, iban a romper las filas del MAS, que luego solo sería cosa de convocar a elecciones y ganarlas eliminando antes el derecho de la oposición a competir.
Entre ambas líneas se mueve el futuro de Bolivia: aquella que no cederá ante la represión y la violencia; y la que no termina por entender que solo está provocando echarle gasolina a la hoguera cada vez que asesina a un disidente.
Si antes no ocurre una intervención internacional verdaderamente sincera y capaz de iniciar el fin de esta lucha, las líneas que día con día cruza el pueblo boliviano solo auguran una guerra civil.