Hace no muchos años México era un país abiertamente autoritario, conducido verticalmente por una estructura de poder soportada en el partido de Estado que no permitía el disenso, la pluralidad, y mucho menos, y bajo ninguna circunstancia, dejar el poder.
Con la elección de 1988 y el histórico fraude cometido para impedir salir del poder, el PRI debió abrir otro tanto más el juego, tenía ya mucho que había pasado la primera apertura, la del 77.
Así nace esa institución que hoy se conoce como el INE, para ralentizar los ánimos exacerbados de un país incrédulo y causar la apariencia de tener un árbitro imparcial.
Se instala, con el IFE, el proceso de la transición democrática -como le llama Gibrán Ramírez- durante los años en los que tres partidos acuñaron las reglas para jugar a las elecciones, y con ellas, pretender que se hacía democracia.
Conformaron un consejo con ciudadanos connotados y conocedores, desde la sociedad civil o la academia, como José Woldenberg, Jaime Cárdenas o Miguel Ángel Granados Chapa, quienes hicieron sus mejores esfuerzos en la lucha contra la mapachería electoral priista que siempre se imponía.
Al tiempo, desde el círculo rojo se siembra en el imaginario social que poniendo casillas y contando boletas arribamos a un sistema electoral democrático, teniendo como grandes victorias una credencial para votar con fotografía, un padrón confiable, conteos preliminares para evitar suspicacias, tres o cinco estados pintados de azul o amarillo y, finalmente, la alternancia de partido en el poder federal en el 2000.
Pero con muchas deficiencias, y graves, como la intervención de los gobiernos con dinero y estructuras en las elecciones, compra regular del voto, manipulación de casillas mediante infinidad de trucos (carrusel, ratón loco, etc.) o violencia hacia competidores peligrosos a los poderes tradicionales.
Aún con eso el IFE avanza en la profesionalización de sus funcionarios, especialización en la implementación de sistemas cada vez más confiables y precisos para contar los votos, capacitación a los funcionarios de casilla, sus ubicaciones y un largo etcétera.
Pero viene el año 2006 y su consejero presidente decide meter las manos al tablero y, junto al poder formal en turno y los poderes fácticos, quiebran el avance existente hasta el momento.
Y entonces, con experiencias como asesor de Woldenberg y una trayectoria académica respetable en materia de derecho electoral, así como una afinidad hacia él desde la izquierda por su padre, aparece Lorenzo Córdova Vianello.
Quien buscó ser consejero electoral, a secas, pero estuvo cerca de ser consejero presidente. Incluso, su operador de aquella aventura, Pedro Salazar, le da la noticia una madrugada saliendo de San Lázaro que ya quedó pactado, entre los tres partidos, que sería elegido presidente del IFE.
Pero como a veces sucede, algo se movió y terminó fuera del consejo, y debió esperar, hasta el 2011, para llegar como consejero electoral. Estando ahí viene la renovación de la institución, no por sus virtudes, sino por sus defectos, y el primer presidente es el mismo Lorenzo.
Elegido en el 2014 para estar el frente por nueve años, el INE de Lorenzo no se enteró del enojo social que termina dando pie al triunfo de Morena. En su mundo, se burla de representantes indígenas de México que solicitan reglas que les permitan llegar a cargos de representación, pasa por alto miles de casos de rebases de topes de gastos de campaña, como en el Estado de México, registra las firmas fraudulentas de Margarita Zavala (como está tentado a volver a hacer ahora) y, continúa con el tren del despilfarro de recursos públicos bajo la premisa de la autonomía de la institución.
Olvida que preside un organismo dirigido colectivamente y segrega, junto con sus amigos y aliados, a los consejeros incómodos que osan señalar las inconsistencias de sus actos. Pero lo más grave, se cree la patraña que solo aquellos mexicanos que no han pisado suelo fuera del centro de Coyoacán pueden imaginar: que en México el voto y la voluntad del elector se respetan.
Trepado en su Torre de Babel, toma al INE entre sus manos y lo lanza contra sus enemigos, hace extensivas al propio INE las críticas a su persona, decide dar una lucha para protegerlo de los enemigos que con el voto popular pretenden moverle el piso y, ¡hasta bajarle el sueldo de 177 mil mensuales a solo 92 mil pesos libres de impuestos!
En su cruzada por defender a su instituto, el día de su cumpleaños se regaló un legal fraude a la ley, imponiendo, por seis años más, a su cómplice más cercano en la administración de este elefante blanco que gastará este año 12 mil 493 millones de pesos. La democracia más cara del mundo.
Si había alguna duda sobre la muy necesaria reingeniería electoral mexicana, la reelección de Edmundo Jacobo Molina el pasado 6 de febrero en una sesión que hasta el propio secretario particular de Lorenzo desconocía, se convierte en un tema urgente.
Es claro que el arbitro electoral es un jugador más, hace política, se engancha en peleas políticas, tiene afinidades electorales manifiestas y, lo que es peor, toma partido por ellas bajo la bandera de la defensa de una institución que nació para combatir a gente como él.