Consta en actas que Santiago y Sebastián Hernández Zarauz llevan la música en la piel y pupilas, en saliva y las sonrisas desde antes de que nacieran; ambos han abrevado de todas las músicas que escuchan más que oír y transpiran todo lo que han rockeado, el flujo psicodélico y sensorial del buen jazz, la vieja trova cubana y la eterna trova yucateca; tienen tatuados no pocos boleros bajo los párpados y un poquito de bossa nova y novísima. Heredaron del Gargantilla el bello arte de la imitación de voces y ambos saben hablar con razones y callar cuando es necesario: aunque uno de ellos está al filo de concluir una maestría en Artes en la magnífica escuela SUR de La Fábrica, Círculo de Bellas Artes y Universidad Carlos III de Madrid donde le sigue la sombra a David Sánchez y Valerio Rocco entre otros genios, y el otro está por concluir su licenciatura en piano y producción musical en la Escuela Creativa de Malasaña donde dicen que se materializa el fantasma genial de Pepe Rivero, ambos —Santiago y Sebastián— se han doctorado en sobremesas y sobre todo, en tertulia diaria.
Consta que desde niños —al tiempo en que digerían el sabor de la saudade y los vaivenes de los amores contrariados— Santi y Bastián memorizaban el cante de Hernán Bravo Varela como poeta y voz múltiple, el tres eléctrico de Guillermo Zapata Caudillo del Son, la melodiosa ensoñación de David Haro como si fuera Veloso y la voz estereofónica de Armando Chacha, jugándole versos al Pájaro Carpintero. Era una epifanía semanal, más que simple tertulia, donde de jueves en jueves se sumaban tangos y corridos, espontáneos y profesionales, aficionados y delirantes que fueron testigos de no pocos milagros. Por mencionar algunos: los tres temas que inventó Bravo Varela para una película de Hollywood que ganaron nada menos que el Oscar a Mejor Soundtrack, los tres discos del Caudillo y su Son, otro tanto de Chacha y por lo menos, dos de David Haro, en concordancia con los no pocos cuentos, poemas, versos sueltos y gérmenes de novelas que nacieron a la sombra de esa Tertulia en la calle de Minerva, ahora homenajeada en la editorial que fundó Santiago con Alberto Grillasca, como en un entrañable nido de grillos.
Con todo eso como antecedente, se entiende que Santiago y Sebastián son las dos mejores personas que conozco en este planeta y celebro que hayan decidido salir del silencio y grabar para tocar en público la mucha música que llevan en la piel.
Lo han hecho con el nombre Zuaraz, no como dueto sino como afortunado trío al ritmo genial de Xoán Domínguez, gallego que ya parece de Coyoacán, capaz de armar una taquicardia sobre la tabla de una mesa, llorar un cajón o multiplicar la batería hasta convertirla en una palpitación cardíaca. Ya he celebrado la trasatlantización de Xoán y Bastián con Manu Blanco como el gran grupo Blanco Palamera que pinta de colores nubes y las olas, palabras de amor y morriña, pero hoy quiero celebrar que Zuaraz debuta en Ciudad de México (en un concierto de mano a mano con los Palameros) porque quisiera estar presente y parece que no podré estar, porque consta que será memorable (ya bendecido con la alternativa que recibieron de Monocordio hace una semana) pero sobre todo por ese raro milagro que solo se puede decir con música: la abolición de toda distancia porque el que canta sabe que nunca deja de estar donde antes estuvo, quizá sin haber estado jamás.
Entre la jacaranda y la bugambilia hay un pacto morado que parece llorar cuando llueve. Se hablan en silencio sus pétalos y se reconocen en el aroma o en la infusión con la que alivian las gargantas de los cantantes roncos o embelesan el sueño de los enamorados. Son flores que caen lentamente en medio de los vientos sabiéndose hermanos, pasándose un brazo por encima de los hombros y confirmando con la mirada —azul o tabaco— que cada quién en cada cuál están siempre unidos en Sol mayor. Este sábado (y luego, en Monterrey) hay ocasión para ver y escuchar en vivo las metáforas más novedosas del son jarocho en jarana intacta, los acordes demenciales de la guitarra que parece de siete cuerdas o la palpitación gallega vuelta jarocha y para guinda, la guitarra de meigas, el ritmo de Compostela y el bajo tan latino que parece de Finisterra: son Zuaraz y Blanco Palamera que los oigo de lejos y los conozco de cerca, que me emociona ver cómo abren las alas en parches y cuerdas, en voces de armonía imbatible y en una contagiosa ternura que hasta dan ganas de cargarlos en brazos para arrullarlos en una camita improvisada en una casa poblada de poetas con versos, compositores en flor, narradores en nube y pura música filtrándose —ya para siempre— por una ventana iluminada por una higuera envuelta en bugambilias bañadas de jacaranda.