Cultura

Volver a comenzar

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Cuatro virtuosos se reúnen en una íntima nave anclada en un satélite de la ciudad más grande del mundo y treinta años después celebramos una renovada conquista del rock que ha fusionado todos los ritmos de México, el feliz dolor del son y los humos andinos con hipnóticas síncopas del funk o sístole y diástole de un corazón contagioso. Uno de ellos multiplica las cuatro cuerdas de un bajo, lo infla como guitarrón o lo convierte en jarana y baila en la sombra en contrabajo de arco y pellizco. Otro, pasa sobre los teclados con dieciséis dedos en cada mano, lo mismo que baila con seis cuerdas o sopla como brisa el aliento de melódica de infancia intemporal. Uno más de los cuatro es prosa pura de rock, imaginación y memoria que oscilan sobre sus libros tal como rasga las guitarras con las que duerme y despierta… y el que faltaba es un anónimo que ha encarnado todos los nombres, lo mismo vestido de monje de Sol que tehuana radiante, lo mismo trenzado en esa aguda voz que se desgarra como alma en pena o humo de copal. En la batería sobre la tarima intento congelar la silueta de un mago con baquetas, prestidigitador de toda percusión y casi tras bambalinas el espectro de otro guitarrista, candado de barba y la cabeza como un planeta.

Se llaman Café Tacvba y absolutamente todo lo que han hecho desde el primer jam que se aventaron —entre almohadas y silencio que sus hermanas oían como ruido— ha sido catalizador de épocas, contestación de incomodidad e injusticias y pura —purísima— celebración de vida. ¿Será cursi decir que es Amor? Treinta años después, ante sesenta y dos mil personas en sintonía, Café Tacvba vuelve a comenzar con una rola que lleva en medio un suspiro existencial o bien, renace con la reescritura de otra rola otrora sexista que ahora se canta más en plural. Tres décadas, dos pares de hermanos de sangre y seis músicos hermanados en armonía vocal y una música tan suya que no solo son sesenta y dos mil almas las que hacen temblar al foro del mismísimo Sol, sino sesenta y dos millones o más de oyentes que han caminado de la mano de una María sin tiempo o que hemos sincronizado la lectura de una obra de José Emilio Pacheco con la partitura narrativa de estos cosmonautas de un satélite que se volvió epicentro del corazón.

Cuando canta Meme soy Eres, y Eres somos todos los que intentamos darle sentido a este mundo donde hemos nacido y gracias a los que lo han levitado antes que nosotros para que un bajo se despeine en ondulación inconcebible porque le llaman Quique o el propio Meme se electrifique como eléctrico alambre del Mago de Oz y luego, la aguda voz del novelista con guitarra que no puede llamarse más que Joselo de gafas, levitando sobre toda forma de dolor o dependencia, libre en cada acorde para transportar el tono que alcanza el duende indescifrable que se llama Rubén o sin nombre o todas las voces que se conectan con la madre Tierra que tanto fertiliza danzando con las manos alzadas y girando como derviche sobre un mar como bisabuela y la banda entera se funde con los árboles más sabios del bosque, las arenas ocres de una piel enamorada, al filo de los rieles de una locomotora y sí, el violín huasteco de un niño encantado o la vieja canción de azotea con la que Leo Dan nos lavaba la mente de niños.

Los he visto con sinfónica y en acústico, los he celebrado de lejos y al pie de los escenarios, pero sobre todo los he llevado en los audífonos callados de mis oídos a lo largo de tres décadas desde que el mundo se movía sin celulares o cajeros automáticos, de un ayer cuando metían tanto México en su música que hubo quien les negaba el alma de rock con el que han confirmado que bailar es también hacer el amor. Los he escuchado en el argot tatacha de la banda chilanga con los covers de la música nada ajena de próximos y prójimos que también cantan con Eñe y los he visto conquistar España, ilusionar la lengua tan censurada de los migrantes en tierras de Trump y sobrevolar los Andes con plumaje de charanga.

Ahora que Scorsese ha sido capaz de rejuvenecer a De Niro en pantallas portátiles, tres décadas de música me han permitido ver a Café Tacvba tras los párpados cerrados y verme con una cabellera sin canas que parece capaz de seguir declarando que brincar también es bailar y vivir ha sido no más que la navegación ilimitada de la música que estos satelucos contagian y florecen, sus propias inspiraciones y la clave de Sol y Luna con la que han conectado todo un universo de músicas ajenas, lejanas, calladas o calmadas. Treinta años son Nada cuando una cuadrilla logra la epifanía polifacética y multicultural de cantarnos un mundo que parece recién hecho, con todo por nombrar y tanto por recordar… porque Café Tacvba —taquigrafía, telegrama o tuit— nos ha vuelto a comenzar.

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Jorge F. Hernández
  • Jorge F. Hernández
  • Escritor, académico e historiador, ganó el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández por Noche de ronda, y quedó finalista del Premio Alfaguara de Novela con La emperatriz de Lavapiés. Es autor también de Réquiem para un ángel, Un montón de piedras, Un bosque flotante y Cochabamba. Publica los jueves cada 15 días su columna Agua de azar.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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