Llego a la edad que tenían mis abuelos cuando nací, la que tenían mis padres cuando contraje matrimonio y la edad a la que no alcanzó a llegar mi Lichi. Llego a lo que llaman el sexto piso con un sabor de dignidad callada, del año desempleado y del olvido del lodo burocrático de mentiras, simulaciones, diatribas y demencia. Llego a la librería donde ahora entran por la puerta giratoria los personajes de novelas eternas convertidos en lectores incógnitos y llego a subir las ramas de un bosque de cerezos vuelto estantería donde se van alineando todos los cuentos del mundo y toda la prosa que se escribe cada día entrelazada con el puñado de versos como perfume que lleva en el pelo rubio la pequeña niña que encuentra el primer libro de su vida.
Llego a los sesenta años de edad con una pila de deudas que parecen impagables y con la peor situación económica de mi vida, pero sumo haber superado un cáncer de hace veinte años, dos infartos de corazón y un infarto cerebral, quiénsabecuántas caries que alivió un dentista arcángel (a quien le debo la mitad de las endodoncias)… y sí, superé un cornadón al hígado como hepatitis que me retiró de los ruedos y una leve cornada en el riñón de las piedras que coincidió con la noche en que asesinaron a una princesa en París. Llego a la sexta década con el lejano recuerdo de otros muchos percances que narra de madrugada el habitante de mi cuerpo, pero con la honra invaluable de sumar poco más de veinte años en sobriedad, luego de tantos tambaleantes tumbos de creciente ebriedad y llego a los sesenta sobre los hombros de dos hombres ejemplares a quienes conozco desde el instante en que nacieron, tanta música y tanta magia.
Llego a los sesenta con el recuerdo palpable e intacto de mis muertos y la cara de mi padre que poco a poco se va mimetizando en el espejo donde también se reflejan los cuentos que me contaban mis abuelas y las palabras que comparto con mi madre que me llama para felicitarme desde un México donde sigue temblando y a mí se me afigura que todo esto también pasará y que de poder celebrar de veras el saldo de todas las deudas, los libros por venir y esa página en blanco donde pienso hilar el silabario callado de muchos silencios.
Jorge F. Hernández