Jorge F. Hernández
A pesar de que el bacalao era en realidad aleta de tiburón y la confirmación salival de que los mexicanísimos romeritos no son más que pasto fino y no obstante su afán por el silencio, participó en conversaciones aparentemente banales sin que terminasen en discusión y muy alejado de querellas superadas y rencores ya reprimidos, podría decirse que privilegió la serenidad y el silencio, a pesar de tantos ruidos y la música repetitiva de los villancicos en rizo. Sin atender el recuerdo palpable de las ausencias y el eco mañanero de tantas mentiras, así como sin reparar en la inutilidad de no pocos regalos impostados, moños reciclados de obsequios pasados y los errados intentos por atinarle a su talla de camisa, medida de cuello y largo de brazo (sin mencionar las absurdas corbatas de anchura anacrónica y animalitos ad náuseam), podría decirse que asumió la caminata previa a las piñatas y los abrazos como un auténtico plan de evasión donde imaginaba trazar un sendero en la nieve de una página en blanco y que cruzaba entre árboles sin hojas a la espera de que las ramas se abrieran como dedos de un delgadísimo fantasma de todas las Navidades pasadas para izarlo en una nube deliciosa de ojos claros y pómulos para afilar la hermosa cara de un instante absolutamente coral donde todas las voces dulces de un idioma callado lo abrazan como quien aprieta las ingles para atrapar al filo de un vientre el manantial y oleaje del mar entero, al tiempo que sigue andando sin mayor puntuación que la mirada clavada en un sendero arenoso donde todos los siglos se condensan en un ladrido que se escucha a lo lejos y unas aves distraídas que parecen buscar su nido y a pesar del ritmo de sus pasos, parecería que no se movía en el trayecto o vaivén del sillón amarillo donde va leyendo que el tren de raídos raíles conduce siempre al momento imborrable de una estrella entre millones, en el centro del universo todo donde parecería que a pesar de tanta palabrería y envidia, seis cuerdas afinadas de memoria pura, conducen a la honesta felicidad de una lágrima feliz. Es decir, que a pesar de todo lo que podría caber en este párrafo, yo solo quiero desear que absolutamente todo el mundo tenga un callado momento de paz, así para celebrar a los miles de justos como para que algunas de las malas almas del alba asuman la conciencia de sus males. Que cristalice lo que no necesariamente se calendariza, lo que no consta más que en tinta… para tornar los días aciagos en vera noche buena.
Jorge F. Hernández