Luego de la larga noche de la desolación, insolado a golpe de calores y la madrugada de cierto desahucio, amanecen los estantes con una ligera lluvia de libros que poco a poco van llenando el inventario. El bosque de cerezo se puebla paulatinamente con la bibliografía entrañable y la nómina fundamental; se alinean sin querer las sílabas de versos memorables y los párrafos pensantes que caminan por el aire con esa ligera brisa de llovizna callada donde alguien debió advertirnos que la librería —a oscuras o de día— no deja de extender la enredadera multiplicada de títulos, comienzos perfectos de novela y nudos de cuentos en el preciso instante en que los ojos que leen proyectan sobre la página la cara del héroe y la lágrima ajena, la mejilla rosácea de la mujer que se esfuma y el despliegue perfecto de los dedos de un pianista que recorre los índices de los libros intonsos, las tapas encuadernadas en piel y los lomos alineados del mundo entero.
Alguien debió avisarnos que la progresiva reunión de los libros en los estantes genera una tertulia constante, una conversación con difuntos y la reaparición de todos los rostros del tiempo. Por la puerta aparecen a ráfagas los lectores que ansían seguir oteando al mundo en las páginas palpables del papel y los niños que inventan mariposas en la página que abre una niña de ojos claros. ¿Será asesino en potencia el anciano que ríe cuando pregunta por la sección de novela negra?
Nadie alienta el largo tedio de las tardes sin ventilador, languidece el calorón, se asoma un otoño de libros. Nadie habla durante los silencios sin lectores, cuando los estantes parecen el sismo leve de los libros que exigen lectura y por allá se escucha el murmullo de una conversación traducida y el soliloquio de un filósofo en la arena, el caballo que vuela en sinónimos y la inutilidad de algunas metáforas. Por aquí resuena el río de la novela que se extiende como hilación de relatos en cadena y la soledad se acompaña, acompasada ya para siempre, con la secreta confirmación de que jamás está del todo solo quien habita el espacio ilimitado de una librería… así sea al filo de la caja registradora y el anaquel que guarda las llaves que abren y cierran —ya con horarios fijos— las curvas paréntesis perfecto para toda una vida.
Jorge F. Hernández