
Hay una suerte de liberación en cuanto la noche se tranquiliza con la serenidad digerida de un silencio; la callada confirmación de que los yugos y obligaciones impostadas se han vuelto cadenas rotas y se palpa un renovado perfume de total independencia. Intento olvidar la panzona y ponzoñosa sombra de un mandril albino y los colmillos con inquina de un improvisador inquisidor enano con cara de rata, pero se aparecen en las grietas y parecen incitar al desasosiego. La noche se confirma entonces como la arena de un insomnio donde el sueño se anhela como plan de evasión: buscar sobre las almohadas el páramo callado donde ya no se oye la voz del gorila filantrópico ni se leen las agrias líneas del roedor envidioso, entrambos autores de un marasmo de mentiras que —irónicamente— desembocó precisamente en la liberación de conciencia, en la confirmación de que todo termina cayendo por su propio peso y al final, la noche se vuelve navegable para quien respira libre ya lejos de la baba mediocre de la envidia y el encono. La ratita amenazadora y el babuino del abismo terminan siendo no más que culpables de sus propias acusaciones, síntomas activos de su mediocridad insalvable y cavernícolas caducados por sus propios hechos y dichos.
Algo similar podría volverse metáfora de la llamada consumación de la Independencia de México, donde no hay corbata de funcionario que logre redactar el párrafo presidencial que desatore cierta esquizofrenia: luego de once años que empezaron a gritos, el pueblo bueno vitorea la entrada al Zócalo del alma nacional a un antiguo soldado realista que ha de proclamarse emperador, en medio de nuevos gritos y muchos murmullos donde no falta quien proponga imitar a la joven república recién independizada del norte y en inglés o quienes ven como remedio infalible la importación de un trono europeo que también podría resucitar a la vieja estirpe imperial de la utopía azteca. Con todo, entre que se ponen de acuerdo la Güera Rodríguez y las diferentes levitas, sarapes y servidores, mi maestro Luis González estudió que pocos de los recién independizados proyeccionistas del nuevo país llamado México tomarían en cuenta “la cortedad de los recursos naturales, la escasez demográfica y sobre todo del desplome económico, la desorganización social y el desbarajuste generados en la larga lucha por la independencia”, así como uno —aunque en aparente
desahucio— prefiere cerrar los ojos ante obstáculos y abrir párpados para dormir sueños con todas las ventajas de la vida independiente.
Jorge F. Hernández