
La mujer se debate entre un grueso volumen que merecería estar empastado en cuero y un levísimo ejemplar de muy pocas páginas. La decisión no depende del precio de los libros ni de las portadas que han sido diseñadas como anzuelo: la mujer tiene una duda que —aparentemente, depende del tiempo— y parece recordar puntualmente cuánto se tardó en leer una novela de Tolstoi y la primavera adolescente que invirtió para descubrir Macondo. Dice que en realidad busca un libro para leer en el Metro, un opúsculo que le valga para siete estaciones —de ida y de vuelta— para la próxima semana y parece calcular cuántos párrafos se le derriten por minutos, de ida al trabajo y de vuelta a casa, durante cinco días aleatorios que quedarán signados en una biblioteca personal que se va alineando en su particular biografía.
Pienso en voz alta y le confieso que hay novelas inexplicables que por muy gordas que sean sus ediciones pueden esfumarse en el transcurso de una noche con su madrugada y que hay poemarios delgadísimos que no he terminado de leer, debido al afán inexplicable de no leer poemas de cabo a rabo, sino a salto de mata, brincos de versos que no se dan por leídos hasta que la memoria recuerda alguna línea.
La mujer pregunta entonces por la posible comodidad de navegar Balzac, tomo por tomo, durante un año o viajar al mundo de Pérez Galdós en trayectos que se extiendan durante 56 semanas y se ríe cuando parece convencerse de poder levitar con la poesía completa de Borges, página por página, sin importar la anchura del tomo o bien desencuadernar los volúmenes que está a punto de comprar y separar sus lecturas de lunes a viernes como quien dosifica en un pastillero la ingesta diaria de ansiolíticos y antidepresivos, sin descartar un complejo vitamínico de ensayos sueltos o el empujón de un cuento a media semana.
La mujer conversa mientras decide y la librería parece abrir las páginas de muchos libros al azar, cuyas páginas se enredan como madréporas en las estanterías de madera pura de cerezo… y entre los lectores testigos se forma una tertulia de recomendaciones y censura, una charla donde se asegura placer en pocas páginas y erudición en mil papeles de tinta de viaje… y la mujer decide volver mañana, afirmando que tienen asegurado el viaje de mañana con un libro que olvidó mencionar al empezar sus tribulaciones y pendencias, mientras el librero vuelve a poner en su lugar alfabético todos los libros que estuvieron a punto de convertirse en salvoconducto para viajes.
Jorge F. Hernández