Hay un renacido fervor por callar y callarnos que parece contagioso. Ha crecido con la cuarentena y el confinamiento. Es el afán por ocultar o filtrar datos, cifras o partes de una conversación para abreviar conversaciones, acortar mensajes de guasap o simplemente abonar el silencio. Hablo de la mujer ahora encerrada con su pareja a todas horas (en lo que parecería constante comunicación) que descubre de pronto —por otras fuentes— que ése que tiene al lado vive una vida aparte, otra realidad quizás incluso impalpable en su correo electrónico, en sus mensajes con su tribu o en el hermético reino de su conciencia. Ese que ahora se cree amo de casa pues quizá lava de vez en cuando un plato ejerce una leve forma de la censura en cuanto decide por sí mismo qué y cuánto comparte en voz alta y con quién y cómo ha de revelar vida y circunstancias sin velo alguno.
Confinados en cuarentena se decantan las voluntades de quienes viven en constante claroscuro a contrapelo de quienes profesan —incluso involuntariamente— una transparencia inocultable. Esa que tiene que alejarse de toda proximidad para responder mensajes o hablar en voz baja encerrada en el armario o ese que se altera hasta la taquicardia si alguien intenta revisar su teléfono o el que calla sabiendo que por diversas ventanas se ha de saber lo que intenta obviar son todos protagonistas del penoso afán de los secretos tan alentadores de la simulación y hasta de la mentira. Esos son los que, creyendo levitar bajo una cúpula transparente, empañan la propia pecera con la deshonesta inquietud por acusar al Otro y a todos los demás de injerencia o transgresión, precisamente como abono a su propia reclusión o simulación aséptica.
De seguir, la nueva realidad a la que amanecemos será más de lo mismo: tapabocas, guantes con gel y que cada quien camine su trillado tedio sin visos de florecer en conversación ni mucho menos en comunidad.