A nadie le consta con absoluta precisión el origen del contagio y, si acaso hay manera de recrear el prodigioso instante nocivo de una micropartícula invisible, serán científicos, detectives o periodistas de veras quienes intenten la crónica. No el chismoso o ingenuo, la metiche o el conspiracionista ocasional que son —lamentablemente— los que creen hacer constar incluso lo inconstante. ¿A quién le consta que ciertos jefes de Estado realmente actúan con sus facultades mentales en perfecto equilibrio?
Abramos la rara posibilidad para una era de constancias. Es decir, devolvamos la fe en lo palpable, verificable y contante por encima de tanta noción insostenible, tanta mentira validada como veraz y tanto ruido sin nueces. Es más que confirmado el sendero de lo escrito: si una ley no consta en tinta, no tenemos por qué obedecer ni acatarla y si un romance no se apoya en papel, nomás na-nay (lo mismo para la disolución, pues mientras no haya papel de divorcio, los matrimonios siguen unidos). Si en el libro no dice que Quijote levitaba por encima de los pastizales, pues no lo afirme Usted, a menos que desee añadir páginas a la ficción y asuma el ardid como invención y si en las actas consta que Fulano dijo, hizo o pensó tal o cual cosa, en vano intente desdecirse, deshacer o esfumarse.
Dicho lo anterior, la pandemia y su confinamiento han demostrado en todos los paisajes posibles que lo fugitivo de las aseveraciones y la fragilidad de las mentiras son una constante que se opaca frente a la encomiable constancia con que nos lavamos las manos y nos tapamos la boca. Nada más. Nada menos: concentremos la constancia en la sana rutina de la lectura como viaje, la reflexión como sanidad y el resguardo como prevención, no solo para evitar ser inoculados con la baba ajena, sino también para librar al mundo de nuestros propios microbios, nuestros íntimos delirios improbables y esas tantas manías con las que hemos tenido que soportarnos a solas. La única constancia que nos consta.