Con relativa frecuencia me confunden con George Clooney y, a veces, con Montserrat Caballé, dependiendo del peinado y el vestuario. Digamos que ya me acostumbré a las imposturas, y más cuando año con año —dependiendo del peso, dieta, bigote, barba o cara de nalga— me piden firmar libros ajenos en la FIL de Guadalajara: si ando de bigote me honra clonarme con alguno de los Taibo, y si ando de barba puedo fingir que soy Guillermo del Toro e inventarle monstruos a sus fans. Hubo un año en que anduve de Giorgio Pavarotti por los pasillos de las editoriales independientes, presentándome como hijo del tenor, o el inolvidable encontronazo con mil jóvenes lectores incautos ante quienes me presenté como Margo Glantz, provocando una no muy convencida ovación y el discreto descuento que conseguí en el stand del Fondo de Cultura Económica al afirmar que yo era Rosario Castellanos. En la mejor época de los plagios me presenté como William Bryce Faulkner Echenique en un coloquio donde leí cuentos de Guy de Maupassant para delirio de un público cautivo.
Debido al blanqueo de la barba cada vez más luenga y una barriga que ha vuelto por sus fueros, en la pasada FIL de Guadalajara logré ilusionar al ahijado de Alejandro Magallanes diciéndole que yo era Santa Claus, que andaba de incógnito y que sabía perfectamente que se había portado bien durante todo el año. El ahijado andaba vestido de Spiderman y de retro, le guiñé el ojo haciéndole saber que yo también lo reconocía como el verdadero Peter Parker, disfrazado de niño en medio de una feria de libros y escritores o periodistas que, como él, salen a la calle en busca de atrapar el instante.
Con el mismo ánimo vi a unos padres que ya no hallaban cómo aplacar la adrenalina de su hijito y de lejos me señalaban repetidamente, susurrándole quién sabe qué promesas al chiquillo. De lejos, apoltronado en un sofá que me acomodaba de perlas, vi que los padres pidieron un papel y ayudaron al niño a escribir unas líneas que luego decoró con crayolas.
Pocos minutos después, el infante se me acercó superando sus nervios y me preguntó si yo era Santa. Le solté un "¡Jojojó!" bastante convincente y le pedí absoluta discreción, confiándole que solo me visto de rojo el mero día de Nochebuena, que andaba en la FIL de incógnito —haciéndome pasar por escritor— y que sabía perfectamente cómo se había portado a lo largo del año. Se le iluminó la cara cuando le dije que yo ya sabía que "el problemita que había tenido en la escuela era culpa de la Maestra y no suya" (a lo que añadió un "¿verdad que no era culpa mía no saber la tabla del nueve?"), y de lejos sus padres me veían con una gratitud absolutamente navideña.
En su cartita el nene pedía unos globos de colores, la piyama de los Power Rangers y un viaje a un balneario en Cocula, más una dotación generosa de dulces. Decidí entonces sacar mi pluma fuente con la mágica tinta morada y añadir de puño y letra: una pantalla plana, una Play Station y el obligado viaje a Disneylandia en Orlando, asegurándole que era mejor que me enviara la carta por globo (pues andaba en la FIL sin renos, sin trineo y era mejor mantener la discreción para evitar que todos los escritores descarriados y poetas sueltos empezaran a llenarme de papeles).
Se regresó corriendo como quien vuela a los abrazos de sus papás, quienes leyeron estupefactos la garigoleada caligrafía nórdica con la que los metí en un serio problema presupuestal que en estos momentos deben estar resolviendo con alguna institución de crédito o algún pariente pudiente. De acuerdo, me vi más Grinch que Santa, pero al final, todo es literatura... el mayor espíritu de la Navidad.
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