La Gorda se aferra al hueso con el que lleva agrediendo desde años, mismo palo con el que creía gozar de interminable impunidad. La Gorda es tan falsa rubia como persona, pues jamás ha recibido ni brindado pizca de humanidad por afiliarse a la mentira continua; desde la infancia, con un plato de fideos que le vierte su padre sobre el cráneo, la Gordi no ha vivido más que envidia y simulación minuciosa de fracasos.
La Gorda se burla del mundo y se esconde en la gorra que le borra cualquier idea, mientras sus diminutas manitas se aferran a los postes de la cama de oro, de la iluminación urbana o de la celda que la espera con las paredes acolchonadas y hamburguesas desabridas. La Gordi cree merecer abundancia y obediencia inobjetable, se cree hada de la conversión instantánea de toda mentira en verdad por repetición ad nauseam y se disfraza las lonjas con estolas largas que se menean engañosamente cuando a la Gorda le da por mover las piernotas y manitas diminutas en ridículas coreografías de campañas prefabricadas, al pie del inmenso avión donde solo cabe su grasa, para aterrizar-vociferar-insultar y luego, despegar para desparramar por doquier el nefando simulacro de su autoritaria obesidad ilimitada.
Echaremos de menos a la Gorda en el caldo del suadero, entre el oloroso desastre que deja regado por el mundo con sus equivocadas intuiciones y sus afanes de poderosa plusvalía. La extrañarán los cerdos en la zahúrda y el manatí en el manglar enredado, la evocarán los buitres y las inmensas ratas de Manhattan cuando en décadas se vuelva a proyectar en pantallas gigantes la ola de su peluca, el ceño fruncido de supina ignorancia y tanta lentejuela que decora su infinita estupidez.
Le quedan cien días a la Gorda para romper las sábanas y tapar los baños de la casa que le prestaron, romper papeles invaluables y manchar de grasa las paredes que han de volver a pintarse de blanco… con la vera ilusión de olvidarla.