
Había una vez tres cerditos. El mayor era muy trabajador y responsable, el pequeño un vago, y el de en medio era de una mediocridad pasmosa. Como en cualquier familia, en la de los cerditos había de todo, envidias, malos rollos y, en muy contadas ocasiones, fogonazos de cariño y solidaridad.
Eran muy diferentes los cerditos, andaba cada uno metido en su onda particular, hozaban y gruñían cada uno en su trozo de tierra, a tal extremo que cuando un lobo oscuro, siniestro y feroz comenzó a rondar el paraje donde vivían, cada uno enfrentó la amenaza de una forma radicalmente distinta, pues además de las envidias y el mal rollito se conducían con un desvergonzado individualismo. El mayor se hizo una casa de piedra muy sólida, con una enorme chimenea y un lujoso comedor estilo Chippendale. El de en medio construyó una cabaña de madera, no tan maciza como la de su hermano pero con la resistencia suficiente para repeler los ataques del lobo. El pequeño improvisó una casucha de paja que arrancó de sus dos hermanos una serie de lacerantes carcajadas.
“¡El lobo tirará tu casa de un soplido!”, le dijeron y siguieron carcajeándose, agarrándose la barriga con las manitas para no descuajaringarse de tantísimo reír.
“¡Ya veremos quién ríe al último, cabrones!”, dijo el cerdito pequeño.
Llegó el día en que el lobo apareció babeante y hambriento en el paraje y, como era lógico, tiró la casa del cerdito huevón de un soplido y luego se lo comió de un bocado. El cerdito tuvo unos momentos de tremendo agobio pero, en cuanto se acostumbró a la oscuridad, vio que en el estómago del lobo estaban también una niña de caperuza roja y su abuelita.
“No te preocupes cerdito —dijo la niña— que al final vendrá un leñador que nos sacará de aquí”.
El cerdito no sabía lo que era un leñador, pero la perspectiva de salir de la panza del lobo lo hizo reír de gusto.
“Pero eso sí —siguió la niña— en cuanto veas que empezamos a salir mi abuelita y yo, tú te escondes y no sales hasta que te lo diga, porque si no, nos jodes el cuento”.