Años antes de publicar su novela La peste (1947), Albert Camus hizo una serie de notas en sus Diarios (Carnets), en las que dejaba por escrito ideas para una historia sobre una epidemia que orillaba a las personas a encerrarse en sus casas. Estas notas, escritas con la velocidad que impone el género, no son la novela La peste, que se ha convertido en la obra de referencia de nuestra pandemia y que es, paradójicamente, el menos logrado de sus libros. De hecho, aparecen en estas notas ideas que nunca llegaron a la novela.
“Muy importante: os han dominado sin rebelión”, escribe Camus en una entrada de su Diario, pensando en la gente que se recluye por miedo al contagio y en la forma en que el poder, el Estado, aprovecha esa situación, ese miedo, para inmiscuirse en la vida privada de los ciudadanos.
El que está confinado por la epidemia vive apartado de los otros, en una suerte de destierro, forma parte, escribe Camus, de “los separados (que) pierden el sentido crítico. Se puede ver cómo los más inteligentes buscan en los periódicos o en las emisiones de radio razones para creer en un rápido fin de la peste”.
En otra entrada anota que la Administración, que es una entidad abstracta, no es capaz de combatir la epidemia, “que es la más concreta de todas las fuerzas”. Luego hace notar la atmósfera moralizante que arrastra el fenómeno: “se prohíben los baños de mar. Es la señal. Prohibida la alegría”. La ley seca que se ha implementado en México es la prohibición de los baños de mar que imaginaba Camus en Orán. La ley seca es “la señal”.
“La peste (el covid-19), tiene sus ventajas, que abre los ojos, que obliga a pensar”. Y en otra entrada escribe una nota descorazonadora, que probablemente coincida con el desenlace de nuestra pandemia: “moraleja de la peste: no ha servido para nada, ni para nadie”.
Y para toda esa colectividad de confinados en sus casas, de separados, que en nuestro caso se extiende por todo el planeta, Camus deja este mensaje: “ahora es el desierto el que se acerca”.