La COP 30 en Belém se presenta como un encuentro cargado de simbolismo: una cumbre climática en medio de la Amazonía, el ecosistema más crucial del planeta. Sin embargo, la carga simbólica contrasta con la realidad política y ambiental que la rodea. Brasil, bajo Lula, intenta consolidarse como líder climático global, anunciando inversiones para restauración y financiamiento internacional para bosques tropicales. Pero su autoridad moral es frágil: mientras fortalece su discurso verde, mantiene planes de explotación petrolera en zonas sensibles y respalda megaproyectos de infraestructura que organizaciones locales e indígenas consideran amenazas directas para la selva. La Amazonía, según científicos y organismos multilaterales, está cerca de un punto de no retorno, y la conferencia corre el riesgo de convertirse en una vitrina diplomática sin enfrentar esa urgencia.
La cumbre también está marcada por una fuerte movilización social. Organizaciones indígenas, movimientos ambientales y colectivos amazónicos critican que la COP llega cargada de promesas, pero con una agenda que sigue abierta a presiones del agronegocio y a modelos de “desarrollo” que históricamente han desplazado a comunidades locales. Reclaman algo más que discursos: financiamiento directo, protección territorial real y un compromiso que no dependa de la voluntad fluctuante de gobiernos nacionales.
La salida de Estados Unidos añade una dimensión geopolítica incómoda. La administración estadounidense decidió no participar de manera significativa, enviando señales claras de desdén hacia la diplomacia climática. Esa ausencia debilita el peso político y económico de cualquier acuerdo, ya que EE. UU. es uno de los principales emisores históricos y uno de los actores clave para financiar la transición global. Algunos ven en esta retirada una ventana para que otros actores, incluidos países del Sur Global, reconfiguren el liderazgo climático; otros temen que sin la presencia estadounidense los acuerdos se vuelvan simbólicos o incluso abran espacio a nuevas tensiones entre potencias que buscan llenar ese vacío.
En conjunto, la COP 30 enfrenta el reto de demostrar que puede ir más allá del espectáculo verde y generar compromisos realmente vinculantes. La credibilidad del proceso depende de si Brasil logra alinear su discurso con acciones coherentes, si la comunidad internacional aporta fondos significativos y accesibles para las comunidades amazónicas, y si la conferencia reconoce que la protección de la selva no es un gesto político, sino un imperativo climático global. Si esta cumbre fracasa en convertir el simbolismo en acción, no solo decepcionará a quienes viven y defienden la Amazonía: significará perder una oportunidad crítica para evitar que el planeta cruce límites irreversibles.