Fue de los primeros que vio como escenario propicio el corredor Madero, Centro Histórico de Ciudad de México, para exhibir su galería de muñecos intervenidos por él como una forma de catarsis, un punto de fuga, y de paso mostrar el lado oscuro del ser humano; pero no tardó en apersonarse un sujeto que le advirtió sin rodeos: “No puede estar aquí”.
El enviado de alguien que regentea la zona hablaba con tal firmeza y seguridad, que Gilmar González preguntó las razones.
Y el otro dictaminó:
—Porque dan mal aspecto.
—Es que fui de los primeros que llegó aquí —quiso argumentar Gilmar, pero el recadero se mostró hosco e inflexible.
Y Gilmar emigró.
De niño había sufrido violencia sexual, y en su momento fue atendido por psicólogos; en lugar de arrastrar frustraciones y crecer con la idea de venganza, Gilmar González, ahora de 35 años, empezó a intervenir muñecos, pues su familia era comerciante de juguetes.
Desde entonces corta, tiñe, modifica muñecos de diferentes tamaños. Utiliza distintos materiales, incluidos huesos humanos, obsequiados por amigos y parientes o que él mismo encuentra en mercados de pulga.
Después de andar un promedio de 15 años en foros y galerías subterráneas, el artista urbano instaló su exposición afuera de Sears, una tienda departamental situada en avenida Juárez, frente al Palacio de Bellas Artes, hasta donde se extiende el ajetreo provocado por el hormiguero que cruza esa parte donde convergen Eje Central y Madero.
No está lejos de donde fue echado el día que quiso exponer su colección, el corredor peatonal Madero, en el que la masa se mueve entre “estatuas vivientes”, vendedores ambulantes, saltimbanquis y otros personajes que tratan de llamar la atención; un lugar donde el gentío, en un ir y venir, se abre paso entre un peculiar y terco ejército de hombres y mujeres que ofrece tarjetas para promocionar ópticas de la zona.
Esa multitud se entrecruzará con otra en sentido contrario y tomará diferentes caminos, pero una gran parte pasará sobre la banqueta de avenida Juárez, donde algunos peatones quedarán pasmados de cara a esa galería de muñecos; entonces, los que quieran, a cambio de unas monedas, según dice el letrero, podrán captar las imágenes de muñecos cuyo autor, el misterioso Gilmar González, observa desde el costado derecho de la galería ambulante.
Es la misma persona que un día de hace 17 años, todavía abrumado por lo que había sufrido de niño, revisaba los juguetes del negocio familiar y le apareció una pieza sin un ojo y decidió conservarla. Luego, la cortó y coloreó.
“Es lo que a mí me hubiese gustado hacer a las personas que me hicieron daño”, recuerda Gilmar, “y tal vez esa fue una manera de decir: estoy aceptando que yo, un ser no tan consciente a esa edad, podía tener ese tipo de pensamientos, no escondiéndolo, sino liberándolo”.
Y así empezó.
***
La colección de Gilmar González es de unos 50 muñecos. No los vende. Aunque en casos excepcionales lo ha hecho.
Después de que lo echaron de Madero, Gilmar se colocó en avenida Juárez. Primero lo hizo muy cerca de la entrada de la mencionada tienda, pero le pidieron que se recorriera un poco, pues obstruía el paso de clientes.
Nunca pensó en exhibir su colección de muñecos, pero un amigo lo convenció de que lo hiciera.
En los últimos años ha expuesto en el Museo del Chopo, el Circo Volador y otros centros. También ha participado en festivales de cine y de música. Con el tiempo ha pulido la forma sin desviar la intención.
“Es una representación del lado oscuro, inherente, violento que siempre estamos negando; pensamos que es algo ajeno, fuera de nosotros, cuando pienso que es todo lo contrario”, dice.
—Algo innato.
—Sí, y debemos estar conscientes de que existe; para qué, para darle un cauce adecuado y dirigir ese tipo de emociones hacia áreas que no dañen a nadie. Hay quienes lo hacen escribiendo, haciendo música, deporte, qué sé yo, abrazando a sus hijos, a su esposa. Hay miles de formas de redirigir ese tipo de sentimientos, pero la mayoría estamos inmersos en tercerizar ese tipo de cosas, pensando que la culpa es únicamente del gobierno, del narcotráfico, de la policía. Tenemos rostros como el demonio, pero no asumimos esa responsabilidad que tienen a veces nuestros actos, nuestras actitudes; incluso hasta las miradas que pueden generar en violencia.
—¿Le echamos la culpa a otros de nuestros problemas?
—Sí, y así pasa en todo el mundo en cuanto a violencia se refiere, básicamente porque no nos aceptamos como somos; queremos que sea o blanco o negro, no aceptamos que hay un abanico enorme de colores que representaría al ser humano en distintas actitudes.
***
La gente pasa, observa, gesticula, lee; los que toman fotos depositan unas monedas. Es poco lo que recauda el botecito que Gilmar coloca sobre la banqueta.
—¿Cómo haces tu obra?
—Desde que tomo la pieza trato de formar un concepto. Eso no lo hacía desde un inicio, pues era un acto más catártico: trataba de devolver el daño que me hicieron en una pieza.
—¿Y después?
—Después solo era ver que el del no solo era yo, sino también el entorno, y empecé a hacer crítica social.
—¿Y los materiales que usas?
—Antes era más experimental, ahorita más o menos tengo definido qué usaré para hacer tal efecto. Las intervengo con diferentes materiales. Desde papel maché, alambre, madera, huesos de animales, plástico, vinilos, poliuretano. Es experimentación, prueba-error, y a jugar.
Gilmar tiene cuatro hijos. Con su esposa se dedican al comercio. En diciembre de 2017 él y sus hermanos fueron desalojados de tres departamentos que ocupaban desde hace 24 años sobre la calle de Jesús María. Iban en nombre de una empresa inmobiliaria. Dice que el desalojo fue con violencia, los despojaron de cosas y los acusaron de vender drogas, pero no se los comprobaron. A su hermana la amenazaron con llevar a sus hijos al DIF.
Su voz es pausada.
La intención, dice, es transmitir de que “hay más opciones antes que culminar en el instinto primario y saltar ante la primera agresión: cosas para sentirse aliviado uno mismo sin dañar más de lo que a uno lo dañaron”.