
A los 92 años sigue siendo el hombre lúcido que hace tiempo elaboró las muestras de lo que serían el estadio Azteca y la nueva basílica de Guadalupe, así como el Hotel de México, solo por señalar tres ejemplos de los trabajos realizados por quien también fue gran jugador de futbol americano.
Es Ramón Cueto Vera, aún con una asombrosa habilidad para armar pequeños barcos y aviones que preserva en vitrinas con las que ha cubierto la mayor parte de su departamento de la colonia Roma, sin importar su enfermedad, ya que es auxiliado por un tanque de oxígeno.
Lo conociste en el segundo piso de la clínica número 1 del IMSS, donde una trabajadora social lo atendía con amabilidad; él traía dos cables que colgaban de sus fosas nasales y mientras jalaba un carrito con tanque de oxígeno; trataba de poner sus papeles en orden.
“El mejor arquitecto de México”. Apenas pudiste escuchaste esta frase que susurró el anciano cuya expresión enlazó con el nombre del prestigiado arquitecto Pedro Ramírez Vázquez.

La mujer lo escuchaba con paciencia, su trato era casi de manera maternal, con sutileza le hacía preguntas sobre su profesión, de modo que aquel el hombre, alto, delgado, un tanto agobiado, mencionó la palabra “maquetista”, pero la mujer parecía no entender.
—¿Y por qué no lo acompaña su hija? — preguntó ella.
Y él solo balbuceó.
Así conociste al personaje que días después te contaría un montón de anécdotas que lo hicieron retroceder cinco décadas; el hombre que comenzó a estudiar la carrera de Arquitectura en la escuela de San Carlos, Centro Histórico, pero que al final lo absorbió el trabajo de maquetista, pues pronto supo que le iba mucho mejor en lo económico.
Llegar a esas alturas lo ayudó porque de niño tuvo la extraordinaria habilidad para ensamblar aviones a escala, pues le gustaba ver por televisión las aeronaves que participaban en la Segunda Guerra Mundial.
—¿Y quién es Ramón Cueto Vera?
—Como profesión, arquitecto, pero no me recibí; cursé cinco años de arquitectura; y es que por las maquetas ocupé mucho de tiempo para pagar cuarto y quinto, ya en Ciudad Universitaria.
***
Todo empezó cuando Ramón Cueto Vera cursaba el segundo año de carrera de arquitectura. En los pasillos de la escuela de San Carlos encontró a una desesperada muchacha que le preguntó:
—Oye, me dejaron de tarea hacer una maqueta, pero no sé nada de eso, cómo le hago.
Y él respondió:
—Pues yo tampoco; yo dibujo y más o menos pinto, pero tengo un primo que te voy a recomendar.
Entonces la llevó con su pariente.
—Oye, primo, la señorita quiere hacer una maqueta de un estadio de beisbol. Cuánto le cobras.
—Le cobraré mil pesos— contestó el pariente.
— Oyes, no la amueles, somos estudiantes— le dijo.
Cueto Vera trabajaba con un arquitecto que le pagaba cinco pesos la hora por revistar sus obras. Ganaba de 200 a 250 pesos cada semana por ir hasta Tacuba a supervisar la descarga de material; estaba como residente, pero en esos días terminaba el contrato.
Por eso se le hizo un exceso el cobro de su primo, a quien le pidió una rebaja y a cambio le ofreció ayudarle, a lo que su pariente accedió bajar del cobro a la mitad a la estudiante, mientras Cueto se quedaba a trabajar.
Ahí fue donde conoció las primeras mieles del dinero, pues empezó a ganar como maquetista, tomando en cuenta su habilidad manual en su práctica de equipar avioncitos en la década de los cuarenta.
“Yo era bien niño”, rememora Cueto Vera. “Entonces ya me sabía los nombres de los aviones de a de veras”.
Y es que su reto surgió —recuerda— cuando un compañerito de la escuela llegó con un pedazo de madera jactándose de que haría el fuselaje de un avión.
—¿Y usted qué dijo?
—Entonces dije: “Ese niño está haciendo un avión; pero yo voy a hacer otro que será mejor”. Ese fue mi principio en mi vida: ser el mejor en lo que yo tocara, en lo que yo fuera.
Y así fue como su pericia lo llevó a ganar el primer lugar con una maqueta en la facultad de Arquitectura, donde tenía grandes maestros que le ofrecieron trabajo por ser el mejor maquetista.
—¿Y qué le decían?
—Me decían: “Oye, pasa a mi despacho para que veas los planos y me hagas unas maquetas”. Por ejemplo, Sordo Magdaleno estaba haciendo un centro comercial y me daba los planos y yo hacía la maqueta.
—Y qué tal cobraba.
—Yo ganaba mil, dos mil; una residencia, por ejemplo, 10 mil pesos. Pero entonces me tenía que dividir entre ganar dinero y al mismo tiempo estudiar. Teníamos 7-8 materias…Y preferí ganar dinero. Ganaba mucho más que mis compañeros que ya se dedicaban a la arquitectura.
***
Y después de hacer maquetas de algunos edificios del Paseo de la Reforma y e inmuebles de famosas marcas de bebidas alcohólicas, recibió la primera gran tarea de un colaborador del arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, quien lo quería ver en su despacho del Pedregal.

Eran los años cincuenta.
—Qué cree usted que era —pregunta con una sonrisa y, después de un segundo, responde—…El Estado Azteca.
—¿O sea que usted hizo la maqueta del Estado Azteca?
—Hice tres maquetas, porque una no tenía palcos o porque era sin techo. Entonces… el que manda a llamar el del futbol internacional.
—El de la FIFA.
—El de la FIFA en México, porque el de la FIFA internacional exigió que tenía que ser techado. Entonces, “Cuetito”, me decían los arquitectos, “échate otra maqueta, pero esta va a llevar techo”. Luego, “oyes, Cuetito, nos falta que haya unas rampas para lleguen coches…” “Queremos palcos, palcos para seis personas con cantina”. Así es que tenía que hacer…otra maqueta. Y así empecé la obra del arquitecto Pedro Ramírez Vázquez.

—¿Y cuánto cobró?
—Pues 15 mil pesos por cada maqueta; 45 mil en total.
Y al ingresar a la facultad en la UNAM, para pagar las materias que debía, le encargaron las maquetas de los edificios que faltaban en para completar Ciudad Universitaria.
—Y ahí qué pasó.
—Me dieron una fotografía aérea de CU. Entonces me fui con mi secretaria y le dije: “Ora vamos a medir la altura de Ciencias, ora de Medicina, ora de Leyes”, y así fui haciendo mis dibujos de cada edificio.

Dice que otra razón por la que no terminó la carrera fue porque todas las noches soñaba que peleaba con alguien a quien le tiraba golpes, pero nunca ni siquiera lo tocaba.
Entonces fue con su suegro, que era especialista, quien le dijo que sus sueños significaban frustraciones.
“No tardé ocho días en saber qué era: o seguía haciendo arquitecto o seguía haciendo maquetista”, narra. “Yo tenía que decidir, porque no podía hacer las dos cosas. Por eso ya no hice mi tesis. Por eso ya no me recibí, porque tenía tanto trabajo y ganaba tan bien; ganaba más dinero que mis compañeros, que ya eran arquitectos”.
Y era tanto trabajo, comenta este hombre de inagotables anécdotas, que a menudo viajaba a Miami, pues allá había un despacho que requería de sus servicios para los proyectos de hoteles y centros recreativos.
En México, mientras tanto, no dejaba de trabajar, y otra de las grandes obras fue la maqueta del Hotel de México, en la colonia Nápoles, muy cerca de donde él vivía.
—Con el ingeniero Heberto Heberto Castillo— se le comenta.
—No, bueno, él era el ingeniero; el arquitecto era De la Lama, que después fue gobernador del estado de Hidalgo— se refiere a Guillermo Rosell de la Lama.
—Usted hizo la maqueta de todo el hotel.
— Sí, el dueño era don Manuel Suárez…Bueno, pero don Manuel era muy, pero muy trabajoso para pagar. Y yo les dije: “Saben qué, yo no me voy de aquí hasta que no me paguen mis maquetas”. Entonces dijo: “No, hombre, está bien”. Después ni siquiera se terminó el hotel, porque se opuso Uruchurtu.


Y ya instalado en su despacho de la colonia Del Valle, vendrían otros proyectos, como la maqueta de la nueva Basílica de Guadalupe, del arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, quien le envió la invitación para que asistiera a la inauguración, pero no pudo asistir, pues seguía con un titipuchal de trabajo.
