Habían trabajado día y noche en el reparto de despensas y trámites burocráticos, de modo que Elvira Madrid y Jaime Montejo estaban agotados. Fue la última vez que se les vio trabajar juntos.
Entonces inició el infortunio de esta pareja, ella mexicana y él colombiano, siempre dedicada a ofrecer ayuda a desvalidos. Ese día intentaron paliar sus molestias con antibióticos.
Pensaron que el malestar era producto de una gripe y continuaron repartiendo víveres y en la búsqueda de refugios, ya que cerraban hoteles y algunas trabajadoras sexuales dormían en la calle.
“No podemos quedarnos de brazos cruzados”, comentó Jaime. “Tenemos que dar la batalla”, agregó quien durante su adolescencia había militado en el M-19 de Colombia.
Faltaban pocos días para que terminara abril. “Me siento cansado”, comentó Jaime, lo que obligó a recorrer 18 hospitales, siempre del brazo de Elvira, su compañera, quien después de tres días logró internarlo en el Hospital General de México, donde fallecería la madrugada del 5 de mayo.
Habían recibido amenazas de padrotes y madrotas, incluso llegaron a pensar que podían sufrir un atentado, pero no que una pandemia los diezmara; en cambio, tenían cuidado de la represión policiaca y temían caer aniquilados por una bala o el cuchillo de un explotador.
“No solo era el amor de mi vida, sino un compañero de trabajo, mi amigo, y ni siquiera me pude despedir de él”, dice Elvira, mientras evoca al guerrero desguanzado.
Todo empezó el 24 de abril. Jaime abordó un taxi. Nunca dejaba sola a Elvira —con quien hace 25 años fundó Brigada Callejera—, pero esa vez tuvo que hacerlo, pues su salud menguaba.
Elvira también se sentía mal, pero no como Jaime, y siguió repartiendo comida, porque —asegura, sin dejar de sollozar— “es impresionante cuánta gente no tiene ni siquiera para comer”.
Poco después, ya agotada, abordó un taxi en el Jardín de San Fernando, colonia Tabacalera; llegó a su departamento y se acostó al lado de Jaime.
Y ahí estuvieron varias horas, hasta que su mamá tocó la puerta y les dijo que no habían probado alimentos. Elvira contestó:
—Déjanos descansar.
El día 25 por la tarde Elvira salió al baño y su madre la convenció de levantarse y fue cuando habló por teléfono para pedir auxilio.
Al día siguiente, por recomendaciones de una médica amiga, visitaron un especialista y, después de que éste les pidiera algunas radiografías, supieron que, dice, “teníamos eso”.
El sollozo parece ahogarla.
***
Elvira continúa:
“No nos dábamos cuenta de nada porque todo fue muy rápido, ya no podíamos ni caminar, Jaime bajó mucho de peso, y ya cuando fuimos con el doctor y nos dijeron que teníamos eso y que Jaime estaba más mal, que ya estaba en rojo y que yo estaba en amarillo, a punto de rojo, fue cuando empezó toda esta peregrinación. Buscamos hospitales, pero nada.
Yo hablaba, y que según ya nos estaban esperando, pero era pura mentira, y así tardamos tres días, hasta que nos aceptaron en el Hospital General, pero Jaime ya no podía respirar, ya no podía ni caminar”.
—¿Iban ustedes dos solos?
—No, también mi sobrino, que se infectó y contagió a su esposa; yo, la verdad, me sentía muy culpable, pues estuvo los tres días con nosotros; afortunadamente son jóvenes y aguantaron. Los atendió el mismo doctor, el mismo que salvó a mucha gente.
***
El mediodía del 28 de abril, Elvira y Jaime llegaron al consultorio del doctor Romero, cuyo hijo examinó las radiografías y exclamó:
—Papá, Jaime tiene 58 de oximetría— lo que significa que la oxigenación no le llegaba al cerebro.
El especialista escudriñó las radiografías y descubrió que, en efecto, Jaime tenía muy dañado su único riñón.
Por sugerencia de Romero, Elvira cruzó la avenida Cuauhtémoc y con Jaime colgado del hombro se abrió paso entre el gentío, algunos con tanques de oxigeno y otros en sillas de rueda.
Logró ingresar por la zona de urgencias del Hospital General de México, donde Elvira, como siempre ha sido, se aferró y les dijo que de ahí no se movería. Había sufrido demasiado como para rendirse.
Y aun con dolores que la diezmaban aguardó hasta la medianoche. “Ya está la cama”, avisaron.
Le pidieron que ayudara a ponerse la bata a Jaime en un cuartito sucio donde había otros ocho enfermos.
Y ahí esperó.
Pero pasaba el tiempo y no lo atendían. Su desesperación la llevó hacia una mujer policía, quien le advirtió que no podía salir.
Era la madrugada del 29 de abril. Por fin atendieron a Jaime, pero ya no la dejaron pasar. Elvira apenas podía caminar.
Se fue y regresó por la mañana. Caminó entre familiares y enfermos que se arremolinaban. Después del mediodía la atendieron.
—Vengo a ver qué requiere mi esposo— le dijo Elvira a la trabajadora social, mientras la encargada de hablar con familiares de pacientes le dijo que necesitaba una máscara de oxigeno.
Elvira salió a buscar en los alrededores del hospital, sin encontrar nada, hasta que a las seis de la tarde un señor le informó donde vendían máscaras.
Cuando regresó la esperaban su hermana Rosa Isela y otro integrante de Brigada Callejera, pero Elvira se incomodó, pues no quería contagiar a nadie; sin embargo, los recién llegados insistieron en relevarla.
—Por favor —suplicó Elvira—, escojan a los más jóvenes, pero que no tengan padecimientos, porque no quiero más muertos.
Y se fue a casa, donde fue atendida por Romero, recomendado por una especialista veracruzana, integrante de Brigada Callejera.
Tomaba medicamentos y se inyectaba ampolletas en el estómago para que no se le coagulara la sangre. El tratamiento le salió caro.
La misma receta fue para su sobrino, la esposa de éste y otras personas infectadas; con esa medicina resistieron.
Un día Elvira amaneció con la piel flácida y una pierna paralizada. Tampoco oía bien. El médico le dijo que no se asustara. Recuperó el olfato a los 15 días de encierro y el sentido del gusto al mes.
El 26 de mayo la dieron de alta, pero por decisión propia se mantuvo más tiempo en confinamiento, “porque no quiero infectar a nadie ni que nadie viva lo que yo viví”.