Sin duda la administración del presidente Joe Biden podría representar un cambio en la pugna entre democracias liberales y populismos con tintes autoritarios, aunque no será fácil.
Después de la caída del Muro de Berlín en 1989, que marcó simbólicamente el fin de la (primera) Guerra Fría, el triunfo de Occidente quedó claro en el mundo. A pesar de los pequeños resquicios de comunismo y de que los autoritarismos no habían muerto por completo, la democracia liberal, complementada (o en sana competencia) con la social-democracia, se convirtió en el modelo a seguir, y muchos países comenzaron a transitar hacia el ideal. Y aunque hubo mejoras importantes en los indicadores generales del mundo, también se pervirtió la esencia del sistema. El todopoderoso “mercado” con insuficientes e injustas regulaciones hizo a un lado a grupos importantes de la población, y las nuevas ágoras de la comunicación comenzaron a exaltar dicho fenómeno. Esto creó tierra fértil para políticos carismáticos y oportunistas, mismos que comunicaron muy bien el diagnóstico y que pudieron llegar al poder para implementar recetas autoritarias, algunas de ellas aplaudidas por gran parte de la ciudadanía.
Las democracias liberales y las social-democracias estaban dormidas o actuaban a la defensiva. Daban por hecho que el sistema se autocorregiría. Pero no se daban cuenta de dos cuestiones básicas: primero, que precisamente dejar las riendas sueltas es lo que ocasiona los peores efectos secundarios del sistema; y segundo, pero no menos importante, había que comunicar mejor las bondades del mismo. Es decir, gran parte del problema es fundamentalmente de comunicación.
Apunte spiritualis. Hoy con la llegada de Biden al poder, al menos por cuatro años, surge una excelente oportunidad para elaborar una mejor estrategia en ambos sentidos que contrarreste el éxito de los autoritarismos. Las redes sociales seguirán siendo uno de los campos de batalla más importantes y nadie debe dar nada por sentado.
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