Cuando inició la pandemia mundial y fue extendiéndose sutilmente a todos los rincones del orbe cual niebla de película de terror, países enteros se aislaron (México no), nadie quería saber nada del otro, si acaso las salidas en las poblaciones eran esenciales para abastecer la comida, el agua y los medicamentos que se iban requiriendo.
De las vacunas no sabíamos nada, solo que algunos laboratorios lejanos estaban haciendo pruebas con humanos cual conejillos de indias y anhelábamos que los científicos encontraran el remedio secreto para el mortal virus.
En las noticias se mostraban cánticos desde ventanales de ciudades europeas en pro de la salud, del aplauso a los de la primera línea y a Dios y a la Virgen y a todos los Santos en busca del milagro. En la India veíamos cómo a varazos los guardias azotaban a quienes se atrevían a salir en deshoras y la cosa era peor en países como China o Rusia con cero tolerancia y el contagio fue menor, no así los gringos con su libertinaje.
Los medios mostraban muertos en calles de Ecuador; en grabaciones de trabajadores de hospitales se filtraban videotestimonios del sufrimiento de los ya muy graves y la distancia nos daba la esperanza de que todo ese terror estaba lejos y que a nosotros no llegaría.
En México el Presidente que nunca quiso cubrir su boca y nariz cual rebelde sin causa decía que la pandemia había caído como anillo al dedo y nombró de encargado de enfrentar el mal a alguien que más tarde se convertiría en la burla nacional, a un “Doctor No” que, con cifras inventadas, dichos ocurrentes y discursos incomprensibles pronosticaba el control total, pese a que los datos duros eran y son otros muy distintos.
Los pocos muertos se hicieron cientos de miles y vino una segunda ola y los semáforos epidemiológicos perdieron seriedad y se convertían en todos los colores a capricho de los intereses económicos y políticos del país y las consecuencias hoy se pagan.
Una tercera ola nos aqueja. El relajamiento social, la nula vacunación masiva, la baja calidad de algunas marcas de vacunas y las nuevas cepas y, sobre todo, el mal manejo de la pandemia hacen de México una presa fácil para que la niebla siga escabulléndose en todos los rincones.
Es tiempo de cambiar. _