A Jaime Avilés, que la
hubiera escrito
El video “viral” que exhibe a una maestra (con nombre y apellidos) teniendo sexo con un joven, fue la semana pasada motivo de escarnio (“#LadyChacal) en las llamadas redes sociales, las cuales histéricamente escandalizadas, mostraron el rostro machista y despiadadamente hipócrita de una sociedad proclive a lapidar sin juicio previo, famas públicas en un cadalso de doble moral.
¿Cuántos miles de dedos lúbricos pusieron las etiquetas candentes al relato cibernético? Portales noticiosos supuestamente “serios” la difamaron con un libelo canallesco de suyo cobarde y falto de ética: “trascendió que la maestra obligaba a sus alumnos a tener sexo con ella como requisito para aprobar su materia”. ¿Trascendió? ¿De dónde trascendió? ¿Cómo fue que trascendió? Y entonces ¿a cualquiera que le plazca puede hacer “trascender” la difamación “de oídas” de otra persona para publicarla en los confines sin límite de internet?
Con epicentro en la urbe regiomontana, mojigata solo en la superficie, los pormenores del asunto megadifundido, a la postre resultaron –a decir de las autoridades abocadas al caso– totalmente falsos.
La maestra no exigía a sus alumnos fornicar con ella a cambio de buenas calificaciones, el joven no era ni había sido estudiante de la secundaria donde ella ejercía la docencia, y el video que había sido grabado dos años atrás, mostraba una pareja con mayoría de edad teniendo sexo consensuado. ¿Algún problema con eso?
Pero ya para entonces el daño moral era inconmensurable (piénsese en sus hijos, sus padres, sus amistades). Enorme la presión social a vituperios de fuerza huracanada sobre su vida íntima. Relato infamante que hizo de millones de cibernautas, morbosos voyeuristas, ávidos cazadores del porno casero que lo creyeron a pie juntillas de manera espeluznante.
Claro que no resistió. Sucumbió al tsunami de la puritana condena social, azuzada por los titulares de casi todos los portales y en casi todas las redes que se ocuparon de ello. Yolanda, que cabe suponer no supo ni qué tren le cayó encima, en una inmotivada disculpa pidió perdón por su “error evidente” (nunca especificado) y como bonzo a la hoguera se victimizó a sí misma (“doy la cara porque me equivoqué como cualquier ser humano”). ¿Por qué pedir perdón por ejercer su sexualidad?
Lo terrible del caso es que para cuando el circo mediático y cibernético dejó de rugir por falta de carne para devorar, en 72 horas el honor de una fama pública había sido destruida de manera irreparable y quizá para siempre.
En el acoso impresionante, la maestra presumiblemente por no tener ni dónde esconder la cara (que ningún medio o blog se cuidó de difuminar y por el contrario fue expuesto a la infamia pública con toda claridad), cometió el error de faltar más de los tres días reglamentarios a su escuela y según una versión, causó baja inmediata.
¿Habrá colegio privado que la cobije con semejante estigma a cuestas? (¡Ah! ¿Usted es la maestra que pide a sus alumnos acostarse con ella?) Adiós modo de vida, adiós carrera magisterial y años de servicio.
Son demasiadas cosas irreparables e irremplazables para perderlas todas en apenas 72 horas por la “viralización” de un video grabado hace dos años por un canalla que hoy lo difundió. Es demasiada impunidad para los causantes de todo ello, incluidos los millones de mirones en su espejo, el inconsciente colectivo, internautas que en tiempo real la juzgaron y la condenaron a ver su nombre en Google para siempre grabado en la ignominia, (parafraseando a un bloguero) en las nuevas cámaras de tortura: Facebook y Twitter.
Escenificaron la versión más actual pero no menos terrible del clásico del Siglo de Oro español: “¿Quién mató al comendador? -Fuenteovejuna, señor”. Nada, desde luego, que sirva de reparación al honor fulminado de Yolanda. Y muy lejos de su desaprensiva proclama hedonista en Facebook donde llamaba a… “vivir la vida y gozar del placer”.
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