Un palíndromo fue la piedra de toque inicial de mi amistad con Luis Eduardo Aute.
Yo solía escuchar sus canciones en mis largos recorridos de Las Cruces, Nuevo México, a Gómez Palacio, Durango, donde impartía un taller literario.
Era el amanecer del siglo XXI. Escuchábamos mi Lety yo Rojo sobre negro, Con un beso por fusil, Sin tu latido, Las cuatro y diez o Al alba.
Aute era un referente en nuestra educación sentimental; por eso, cuando vivía en Madrid, le pedí las coordenadas postales del cantautor a Luis Alberto de Cuenca, entonces Secretario de Cultura.
Me envió la dirección madrileña de Aute, en la calle Jorge Juan, y yo le hice llegar el palíndromo "Aute prepara cara perpetua".
En el arco temporal de una semana recibí una postal de Aute agradeciéndome el palíndromo e invitándome a departir en su casa, una casa donde los elefantitos con trompa enhiesta, símbolo de la buena suerte, son abundantes, omnipresentes.
En esa casa nos emborrachamos con una botella de tequila Jimador (que Aute creía estupenda). Recuerdo que el amarradito, tequila en alternancia con cerveza, se le daba muy bien a Luis Eduardo.
Hablamos de palíndromos, canciones y, sobre todo, de la urgente necesidad de crear en México una Oficina de Atención al Narcotráfico que pensábamos contribuiría a amainar la incontrolable violencia en nuestro país.
Pasó el tiempo y, diría el clásico, pasó un águila sobre el mar. Invité a Aute a México y presentó uno de sus libros en la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México.