Gil cerraba la semana fatigado, casi diría abatido. Así y todo encontró un breve libro que le enviaron desde Perú: Por qué escribo, de George Orwell, en una selección y traducción de Katherine Pajuelo Lara para la editorial J.M. Marthans. Aqu van unos párrafos:
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Ser el hijo del medio —cinco años de diferencia con el mayor y con el menor— y haber visto a mi padre en contadas ocasiones antes de cumplir ocho años, entre otros motivos, me hicieron algo solitario. Pronto desarrollé manías desagradables y me gané el rechazo de otros niños durante mi etapa escolar. Me inventaba historias y conversaba con seres imaginarios, como suelen hacer los hijos únicos. Creo que, desde un principio, mis ambiciones literarias estaban envueltas de soledad y menosprecio. Sabía que tenía facilidad de palabra y que podía enfrentar situaciones desagradables, y que esto me permitía crear un mundo donde podía vengarme de mi fracaso cotidiano.
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Aunque tenía que buscar —y vaya que lo hacía— las palabras correctas, parecía que me esforzaba en describir con precisión casi contra mi voluntad, bajo una especie de compulsión que me venía de afuera.
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En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya sabía cómo manejarla. Sabía qué tipo de libros quería escribir, en la medida en que podía afirmarse que quería escribir libros en esa época.
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Comparto todo este trasfondo porque no creo que se puedan evaluar las motivaciones de un escritor sin saber cómo empezó a desarrollarse. Su fijación narrativa estará determinada por la época en la que vive —al menos esto es cierto en los tiempos turbulentos y revolucionarios que nos tocaron vivir—, pero, incluso antes de empezar a escribir, ya habrá adquirido una actitud emocional de la cual no podrá escapar del todo. Sin lugar a duda, su trabajo es disciplinar su temperamento y evitar quedarse estancado en alguna etapa inmadura o en un estado de ánimo negativo, pero si huye de sus primeras influencias, habrá matado su impulso para escribir.
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Un crítico a quien respeto me dio un sermón al respecto. “¿Por qué pusiste todo eso?”, preguntó. “Has convertido lo que podría haber sido un buen libro en periodismo”. Era cierto, pero no podría haberlo hecho de otra manera. Resulta que yo sabía lo que muy poca gente en Inglaterra tenía permitido saber: esos hombres inocentes estaban siendo falsamente acusados. Si esa situación no me hubiera enojado, jamás hubiera escrito el libro.
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De todas formas, este problema reaparece. El problema del lenguaje es delicado y nos tomaría mucho tiempo analizarlo. Solo diré que, en los últimos años, he procurado tener una escritura menos engañosa y ser más preciso. En todo caso, creo que, al perfeccionar cualquier estilo de escritura, siempre se logra superarlo.
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Rebelión en la granja fue el primer libro en el que intenté, a conciencia, fusionar los fines políticos con los artisticos. No he escrito novelas en siete años, espero hacerlo pronto. El fracaso es inevitable, todo libro lo es; pero sé con claridad qué tipo de libro quiero escribir.
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Al revisar las últimas páginas, noto haber demostrado que mis motivaciones para escribir tenían un espíritu público. No quisiera dejar eso como una última impresión. Todos los escritores son vanidosos, egoístas y haraganes, y lo que subyace tras sus motivaciones es un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible y desgastante, como el largo sufrimiento de una enfermedad dolorosa. No debemos asumir una tarea semejante sin el impulso de algún demonio ante el cual no podamos resistirnos o al que no podamos entender. Hasta donde sabemos, ese demonio es, simplemente, ese mismo instinto que hace llorar a un niño para llamar la atención. Y, aún así, también es cierto que solo podemos escribir algo digno de leerse si luchamos constantemente contra nuestra propia personalidad. La buena prosa es como un cristal. No puedo afirmar cuáles son mis más grandes motivaciones, pero sí sé cuáles merecen seguirse. Al revisar mi obra, percibo que cuando no tuve un fin político escribí historias sin vida, con párrafos floridos, oraciones sin sentido, adjetivos ornamentales y, por lo general, falsos.
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Como todos los viernes, Gil toma lo copa con amigos verdaderos. Mientras el mesero trae la botella de vodka Grey Goose, Gamés pondrá a circular la frase de Jean de la Bruyére: “Hacer un libro es un oficio, como hacer un reloj”.
Gil s’en va