Las grandes protestas del siglo veintiuno han tenido un sello generacional inconfundible. Ocurrió con los indignados en España, con la Primavera Árabe en Egipto, con la multitud que tomó Hong Kong, con las revueltas estudiantiles en Chile, con las marchas juveniles de Nigeria, Tailandia o Perú, y con los movimientos climáticos que tomaron las calles de Europa y América. En todos esos episodios los jóvenes se comportaron como el sismógrafo anticipado de tensiones profundas. México y Jalisco no son ajenos a esa tendencia global. Su generación Z comparte rasgos sociológicos que explican por qué emerge como actor político imprevisto e incómodo.
Se trata de una cohorte amplia y diversa que supera los dos millones y medio de habitantes en el estado. Son nativos digitales que crecieron en la inmediatez informativa y en la precariedad laboral. Tienen niveles educativos más altos que generaciones previas, pero encuentran menos oportunidades reales para convertir ese capital en movilidad social. Su escolaridad se interrumpe con tasas crecientes de abandono y su incorporación al mercado laboral se caracteriza por la informalidad y la incertidumbre. Todo esto configura una tensión creciente entre expectativas elevadas y horizontes cercanos cada vez más constreñidos. Además, son los principales blancos del crimen.
La desigualdad y la violencia operan como catalizadores de su protesta. Son el grupo con mayor riesgo de homicidio, desaparición y reclutamiento criminal. En segmentos enteros del estado la frustración se combina con carencias de salud, pobreza persistente y territorios donde el futuro aparece erosionado. Ese malestar se procesa en redes sociales que moldean identidades políticas líquidas, efímeras, más conectadas con la autenticidad que con las jerarquías. No buscan líderes ni partidos, buscan reivindicar causas.
Por eso su protesta es simultáneamente masiva, así como volátil. Capaz de incendiar la conversación pública, pero sin estructuras que transformen la indignación en reformas duraderas. Su protagonismo confirma que la juventud es un termómetro de cambio, pero también revela la fragilidad de los sistemas que no escuchan. La generación Z no irrumpe para pedir permiso, irrumpe porque tal vez la sociedad no le ha dado lugar.