¿Se acuerda de aquel día en su más tierna infancia cuando llegó a la conclusión que los humanos somos animales? Yo recuerdo hasta el ánimo ligeramente perturbado al encontrar un nexo vital con el perro y con el gato y con el resto del reino animal.
Luego la cultura dominante me enseñó a olvidarlo, a creer que fuimos paridos por Zeus, que estamos hechos a imagen y semejanza y etcétera.
Aquel descubrimiento infantil lo llego a percibir en la cara de mis estudiantes cuando hablamos del chango lampiño, del tercer chimpancé, que somos.
Lo veo cuando discutimos aquellas cosas que pensábamos que nos hacían únicos en la creación. “Somos el único animal con lenguaje” mentira.
“Somos el único animal que construye herramientas” mentira. “Somos el único animal capaz de experimentar dolor y sufrimiento” mentira. Hace diez días supimos del descubrimiento que los chimpancés, nuestros parientes más cercanos, construyen su lenguaje bajo reglas similares a las nuestras.
Hay cosas que sí nos hacen peculiares como el sudor o el bipedalismo. Para mí lo que más nos aparta de muchos mamíferos es nuestra diurnidad. Los humanos habitamos el día. Nuestros sentidos, en particular la vista y el olfato no están hechos para la noche. Las secreciones -y sus olores- son las señales con las que se comunican, por ejemplo, los perros.
Nosotros tendremos el Internet, pero mi perra -lo veo cada vez que la saco a caminar- tiene la caca y la orina para hacer saber al vecindario canino cual es su estado y su humor a la vez que se entera de los chismes del vecindario. Quién anda donde, con quien y en qué estado reproductivo por lo menos.
Por eso los habitantes de la noche nos provocan temor. Los murciélagos y los búhos. Los felinos. En realidad todo lo que no vemos incluidas las arañas o las serpientes.
Ejercemos una desprecio injusto y feroz contra quienes habitan la oscuridad. El ejemplo es el contraste con el que vemos a las mariposas (bellas y poéticas) y a las polillas (desagradables y siniestras). Trato desigual para lo que es igual.