O las hacedoras de flechas. En el Talmud se cuentan en 36 los tzadikim ocultos cuya virtud sostiene al mundo. Gente modesta y anónima, justa y silenciosa que actúa, tal vez sin saberlo, como conducto de la misericordia divina.
Igual que los integrantes del obosom Nosotros, residuo de los cultos prehistóricos de la Gran Diosa, sus integrantes no se conocen entre sí. Son aquellos y aquellas que, aunque se ignoran, están —en las legendarias palabras poéticas de Borges— salvando al mundo.
No hay mención específica a las tzadikim en ese grupo. La visión patrística del monoteísmo abrahámico y su error epistemológico de postular como único principio un dios masculino creador sin madre, esposa o hermana —así hubiera sucedido una tardía corrección mariana en el cristianismo católico—, abole el círculo esencial del ánima/ánimus, de lo femenino/masculino que según la filosofía platónica es la naturaleza arquetípica y verdadera que da origen a todo lo existente.
No hay mitología si se mutila lo femenino. Ninguna de las cuatro funciones esenciales indicadas para ella por Joseph Campbell se cumple: reconciliar a la conciencia con el mysterium tremendum et fascinans del cosmos tal como es; presentar una imagen interpretativa del mismo; imponer un orden moral (el auge y la caída de las civilizaciones depende de los cánones mitológicos en los que se sostienen); ayudar al individuo a vincularse creativamente consigo mismo (el microcosmos), con su cultura (el mesocosmos), con el universo (el macrocosmos) y con el terrible arcano último que está “dentro y más allá de todas las cosas”. Aquel lugar insondable que una Upanishad describe como “De donde retroceden las palabras, junto con la mente, sin haber llegado”.
Hacedoras de flechas, se escribió al comienzo de este texto. Su símbolo es complejo y múltiple. La flecha es el pensamiento que introduce la luz de la reflexión, representa los intercambios entre cielo y tierra, la emancipación de la distancia que compone un signo de celeridad e intuición fulgurantes. Se entiende también como la respuesta de Dios a las preguntas de los hombres. Símbolo femenino, asociado al arco alude al amor. La flecha es el rayo del Logos.
Daría Duguina, la joven filósofa rusa asesinada en 2022 a los 29 años en un atentado terrorista del gobierno ucraniano que iba dirigido contra su padre, el pensador Alexander Duguin, es la creadora de una paradoja: el optimismo escatológico. Una combinación, explica el propio Duguin en su prefacio al libro póstumo de la joven Duguina (“La virgen golpeada por el rayo del Logos”) Optimismo escatológico, de fatalismo y libre albedrío, la experiencia de un mundo que se derrumba y la confianza profunda en el triunfo del Espíritu: el fin de esto como el comienzo de aquello.
En una de las últimas entradas a su blog, Daría Duguina escribió, haciendo alusión a un concepto determinante para Heidegger, el “abandonamiento” del ser en la existencia, algo que asumía como esencial: “Estamos abandonados en este mundo. Tenemos un deber y una misión. Necesitamos una revolución interna, una revolución del Espíritu”. Dicha revolución espiritual requiere descubrir en el interior de la conciencia la capacidad de pensar de forma auténtica más allá del lugar común, del pensamiento recibido. No es un pensamiento racional o discursivamente retórico, es un suprapensar. “¿Por qué hay algo y no más bien nada?” o “¿Qué es esto?” serían medios interrogantes para llegar a ese pensar el pensar.
Lo mismo planteó Susan Sontag al defender una estética de la resistencia ante las barbaridades de la cultura, los apocalípticos juegos de los líderes políticos y el conformismo de nuestras imaginaciones y vidas. En su libro Estilos radicales escribió que el verdadero problema de la época, el que subsume a todos los demás, es la reinvención del proyecto de “espiritualidad”. Entendía por ello la puesta en práctica de una conducta cuya voluntad moral asuma y no oculte las dolorosas contracciones de la condición humana, el desarrollo y la preservación de esa misma conciencia hoy en declive y el contacto con el ámbito de lo trascendente y la noción de lo sagrado. En esa recuperación espiritual incluía la exploración escritural y somática del dolor propio y ajeno.
Tal mutación ontológica, presente también en hacedoras de flechas como Simone Weil, no repudia el mundo sino que lo multiplica mediante otra mirada donde lo femenino filosofa de nuevo e invoca un ámbito anti materialista, espiritual. Duguina creía que la vida en el mundo moderno exige un enorme esfuerzo de la mente, un difícil “hacer mental” no solamente en lo externo sino sobre todo en el interior de la conciencia para alcanzar aquella “diacresis” platónica, la distinción entre lo bueno y lo malo, lo trascendente y lo intrascendente.
Ante una civilización fracturada cuya columna vertebral está rota, las tzadikim restablecen el mundo. Curan lo enfermo, zurcen lo desgarrado, custodian el pensamiento y confortan el espíritu. De su amor atento, se podría decir.
AQ / MCB