¿Qué deseaba el Toueyo?, nos preguntamos la semana pasada.
Fue la misma incógnita que elevaron los toltecas ante Huémac, reprochándole que hubiera emparentado con un forastero.
Y Huémac, quien sentía una vergüenza oculta por su yerno, respondió con astucia:
—Llévenlo a pelear en la guerra del Cerro del Zacate (Zacatepec) y de la Colina de las Serpientes (Coatepec) para que lo maten nuestros enemigos.
La solución era oportuna, necesaria. Los enemigos externos acabarían con la amenaza que se había implantado en el interior, encubriendo la traición.
De inmediato, los toltecas se armaron y, reunidos los ejércitos, marcharon discretos hacia la línea de ataque. Con ellos llevaban al Toueyo.
Allí, cavaron zanjas y, sin decir nada, ocultaron al yerno de Huémac.
Lo flanquearon con pajes, enanos y cojos, seres que —según los sacerdotes— poseían poderes mágicos y, al mismo tiempo, parecían débiles desde la distancia.
Una trampa perfecta tanto para el enemigo como para la marcada víctima.
Los escuadrones se lanzaron en contra de los enemigos, entre lo agreste y las serpientes.
No obstante, su misión no era ganar, sino dividirse, abandonar al Toueyo y dejarlo solo con los pajes, para regresar a Tula.
Después del simulacro, los jefes le informaron a Huémac de la traición que, orgullosamente, reintegraría el orden.
Pero el Toueyo, ajeno al ardid, continuaba oculto en la línea de ataque, vivo, esperando el momento para acometer.
—No tengan miedo —les decía a los pajes—. Los enemigos están muy cerca. Y los voy a matar a todos.
Y contradiciendo el deseo de los toltecas, irrumpió en contra de los adversarios de Coatepec y Zacatepec. Como una mañana que devora la oscuridad, los persiguió y les dio muerte.
Pronto la noticia llegó a Huémac, quien reunió a los toltecas y, con pesar, les dijo:
—Después de esta victoria, tendremos que recibir a nuestro yerno.
Y así ocurrió, entre danzas, cantos y flautas. Al verlo, le otorgaron al Toueyo armas de honor.
Luego le emplumaron la cabeza y le tiñeron el cuerpo de amarillo y la cara de colorado. Los pajes también recibieron tal homenaje.
—Estoy contento de tus hazañas —le dijo Huémac al Toueyo—. Los toltecas están muy contentos. Descansa y reposa.
Pero el Toueyo no iba a olvidar tan fácilmente aquella afrenta.
Envió un pregonero a la sierra de Izatzitépec para convocar a todos los indios forasteros.
Como respuesta, llegaron multitudes. Eran tantos que no se podían contar.
Y viendo a aquellos nómadas reunidos en Texcalapan, el emplumado Toueyo —mágico nigromante enmascarado— empezó a cantar y danzar, tañendo su tambor.
Al instante, todos comenzaron a danzar, hipnotizados por el ritmo, mientras repetían los versos que cantaba el Toueyo.
Cantaron y danzaron hasta la puesta del sol y continuaron por horas, sin descanso, hasta la medianoche.
La muchedumbre —exhausta quizá y ciertamente hechizada— se había vuelto tan espesa que unos empezaron a empujar a otros.
Y en el frenesí de aquella epilepsia, se precipitaron por el barranco del río Texcallauhco.
Y mientras iban cayendo, su carne y sus huesos se fueron convirtiendo en roca, rodando con dolor, hasta salpicar, muertos, la superficie del agua.
En el río había un puente de piedra que, en ese momento, estaba repleto de danzantes.
Con las vibraciones de su canto y el bramar de su tambor, el Toueyo fracturó la estructura, provocando la caída de cientos, de miles que, en el fondo del río, se confundieron con las piedras ruinosas del puente.
Y todo esto hacía el nigromántico sin que los toltecas pudieran resistirse, pues estaban como borrachos, sin seso.
Y continuaron cantando y danzando a lo largo de la negra noche —sin estrellas—, empujándose unos a otros sin fin, despeñándose en el río, hechos roca.
El Toueyo, un simple vendedor de chile verde —encarnando la fantasía de un político de nuestros días—, había tomado el poder completo de Tula.
¿Qué otro embate tenía bajo la manga aquella camarilla de envidiosos hechiceros?